Es vergonzosamente insultante el contubernio de
las autoridades nacionales, de la descastada élite jurisdiccional y de la progenie dirigente colombiana, frente
a hechos homicidas cuyo esclarecimiento exige mínimos de limpieza y rectitud.
Aquí, contra toda lógica, sucedió que altos
tribunales invalidaron las pruebas contenidas en los computadores de alias Raúl
Reyes, que aún deben servir -las pruebas
digo- para que la CPI incrimine a varios
personajes vivos que indiscutiblemente participaron
en actividades delincuenciales del grupo guerrillero en que militaba el abatido.
Por ese torcido sendero se abrió espacio a
flagrante impunidad, técnicamente se clausuró la obligación estatal de interrogar
siquiera a quienes están claramente mencionados en archivos digitales reveladores
de esa verdad terrible que la sociedad colombiana necesita conocer, y que la justicia debe sancionar.
Por medio de semejante despropósito judicial sencillamente
se decretó olvidar dolorosos episodios violentos, se le echó tierra, y
bastante, al pasado sombrío de encumbrados criminales que colaboraron con la
cuadrilla de Tirofijo, de copartícipes sobrevivientes que hoy posan de
pacifistas y prosiguen su paseíllo triunfal sobre ensangrentadas arenas políticas.
Escasos colombianos recuerdan que esos
aparatos contienen el rastro de viles ataques a preciados derechos
universalmente proclamados como inviolables e irrenunciables. Pero las decisiones
jurisprudenciales nacionales, como por arte de magia, declararon invisibles e
impronunciables tangibles elementos de tan contundente fuerza probatoria.
Entre tanto, del rescoldo del palacio de
justicia sacan restos óseos dotados de insospechada elocuencia, mandíbulas que
hablan, cráneos que razonan, fémures que caminan, falanges que escriben cuentos
fantasmagóricamente interpretados por administradores de justicia dedicados a
entretener el palco, y de paso enlodan militares nuestros que por avatares existenciales acudieron
al sitio para tratar de rescatar a los secuestrados y recuperar el inmueble
asaltado. Pocos tienen claro que allí se libró una batalla de la legitimidad
institucional contra los mandaderos de
Pablo Escobar.
Si realmente nos quisieran decir verdades, a cambio de dedicarse
a profanar tumbas de difuntos para utilizarlos perversamente como voceros del
ignoto y desconocido más allá, debieran indagar y escuchar las versiones
judiciales de quienes, durante tantos años, han ocultado los secretos
financieros del grupo de Bateman y de los tales intelectuales latinoamericanos que
lo apoyaban, de sus nada revolucionarias
relaciones con el narcotráfico, y definir la responsabilidad que pueda caberle
al aturdido mandatario que desde su balcón atisbó la llamarada infame en que se
consumió lo más granado del pensamiento jurídico colombiano.
Este pobre país navega de bandazo en bandazo a
merced de oleajes que lo marean y lo embrutecen, de abordajes ideológicos que
ni siquiera identifica, de ventiscas que lo envenenan lentamente porque en el turbión
de mezquindades se traga las aguas contaminadas de aguamalas y renacuajos.
Ahora mismo lo quieren empantanar con un tribunal espurio, justicia especial
para la paz que arrasará lo poco que queda de legitimidad jurídica. A la
justicia ordinaria, que es la constitucional, le burlarán el oficio de juzgar,
y esa tarea pasará a manos de burócratas extraños para consolidar el último nuevo triunfo de la mafia criolla que a
su amaño designa magistrados para exonerarse de cargos.
Miguel
Antonio Velasco Cuevas
Popayán,
10.09.16