Seis semanas de silencio pueden tener
cualquier explicación, pero sólo una corresponde a la verdad.
De todas formas nuevamente estoy aquí en el oficio de opinar y
disentir, al fin de cuentas mis columnas no están concebidas para uniformar ni coincidir.
Siempre se ha dicho que Colombia es un país
poco serio, y se ayuda. A mi regreso encuentro que el fenómeno del niño, apenas
recién nacido, ya causa enormes estragos que se explican en la ausencia de
planeación, en la imprevisión estatal, en la falta de políticas públicas que
erradiquen la ñoña politiquería de siempre y enfrenten con rigor los retos del
futuro, y para colmo de males me topo con extensos territorios anegados por delictuosos
derrames de petróleo. Una patria de contrasentidos
y disparates, un espacio natural al que se le cercena la vida y se le clausura
el porvenir, un territorio en el que nada puede cambiar mientras los herederos
de "Tirofijo" y los señoritos de las élites insistan en comportarse
como las moscas: no se comen el postre pero defecan sobre él.
Un siglo o algo más puede tardar el proceso de
recuperación del suelo putumayense contaminado por la furiosa ignorancia de
quienes confunden la revolución con el daño, la rebeldía con la fuerza bruta,
la liberación con el destrozo, y la política con la agresión. Ojalá que la
abolición de los crímenes ambientales no sea la próxima meta coronada por los
negociadores de La Habana.
Parece que el nuevo mal gobierno, el mismo que
teníamos, pero ahora respaldado por
quienes ingenuamente piensan que la paz llegará en una balsa cargada de
cubanos, sigue en el convencimiento de que los narcoguerrilleros no asesinan a
nadie importante, ni descuartizan nada connatural a los derechos humanos y a la
sana convivencia.
El ataque aleve contra el equilibrio ambiental
es un crimen contra la humanidad. Si a nuestros fiscales y gobernantes no les
importa el bárbaro accionar de los violentos, ya llegará el momento en que la Corte
Penal Internacional reclame su competencia para juzgar a los criminales y a quienes
consienten sus fechorías.
Por ahora se me ocurre proponer que el mundo
verde, los partidos verdes, los políticos verdes, y todos los otros partidos y movimientos
políticos que aman y respetan la obra suprema de Dios, expidan una proclama universal para decirle a
los facinerosos colombianos y a quienes en silencio los secundan, que el estado
de paz no se puede alcanzar sin la necesaria armonía espiritual con la máxima
expresión de la vida. Lo primero es estar en paz con la inalienable plenitud de
la naturaleza.
El asesinato de infantes indefensos, como el
agotado en la pequeña hija de un policía, y
el irracional derrame de petróleo crudo sobre fuentes y bosques
amazónicos, reclaman seria reflexión sobre el calamitoso estado de las
negociaciones habaneras y sobre la
importancia que el gobierno debe reconocer a los colombianos de a pié.
No estaba muerto, andaba de parranda, pero siento
agonía al reencontrarme con tan absurdo subsistir de la barbarie.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, 27.07.14