sábado, 21 de diciembre de 2013

Popayán



 Aproximarse a Popayán por lo que de ella se ha dicho al paso de los tiempos, intentar recordarla así, entre bosquejos, bajo desvanecidos rasgos de pincel que  amenazan abandonar el lienzo que los contiene, puede ser ejercicio romántico y artístico, maroma leal, peripecia histórica, tierna gesta de afectos que busca disimular el calamitoso rastro de heridas hondamente esculpidas en la tersa piel de los siglos.

 Quienes conocieron a Popayán o vivieron allí, los que estuvieron inmersos en la certidumbre de una estampa tejida de balcones y geranios en flor, surcada por rectilíneos empedrados y musgosos serpentines que escalaban hasta el pedestal en que se levanta la cruz de la colina, presenciaron la escena de nunca repetir.

 Lo que  ahora queda no es Popayán, perdura el nombre sí, porque la inercia del vocablo resulta incontenible y porque las voces del tiempo parecen arder en el espacio con la misma decadente luminosidad de las estrellas apagadas. Se atisba el resplandor sin que la estrella exista, y en fantasía se troca el destello fugaz de lo que ya no es.

 Se murió el lento andar  por eternos corredores de piedra labrada y el cruce de saludos con impecables señores de leontina y gabán, fenecieron las alegrías y las arritmias provocadas por esas colegialas de mejillas ardientes y las sospechosas prisas para acudir a la misa dominical con la ciega esperanza de verlas desfilar, se agotó el horizonte de techumbres estampadas por el fuego de chispas y  cenizas volcánicas,  se desmoronaron portones y portales, desaparecieron los  enjambres de violetas en las goteras de los aleros, se acabaron los almendros en los jardines y las huertas  tupidas  de nísperos e hinojo.

 A compraventas de antigüedades se trasladaron los aldabones,  los brocales de  los aljibes, las piedras de moler, los arcones, los armarios y las ventanas.

 Los fogones longitudinales y los hornos de semiesférica reciedumbre que inundaban de ambrosía los vecindarios ya no esparcen las aromas de las guayabas en cocción ni de las harinas aliñadas.

 Se enmudecieron para siempre las torres de los templos, las campanas  ya no tañen, ni se desnudan los guayacanes ni  los tulipanes florecen, los andenes se transmutaron en peligrosos toboganes cuando no en parqueaderos, la muchachada ignora el significado de los bronces, y las placas no corresponden a los artesanales quehaceres  de las callejas.

 Los puentes, los históricos puentes son la letrina pública mas extensa de todo el Continente, el atracadero,  la olla, el quemadero abierto de marihuanas y bazucos, la pasarela mortífera de mezclas enajenantes, el centro empresarial de actividades degradantes, el desfile procaz de perversiones insultantes.

 Parques y plazoletas sucumbieron bajo el asedio de improvisados ventorrillos, y las heces de los locos acribillan diariamente las esquinas del sector histórico.

 En todo el perímetro urbano las calzadas vehiculares se ahogaron bajo el fango de la imprevisión y de las corruptelas agenciadas por voraces inquilinos de las más blancas edificaciones que circundan la Plaza de Caldas.

 El mágico esplendor de la que pudo ser una joya turística duerme su sueño infinito entre los pergaminos del pasado.

Miguel Antonio Velasco Cuevas

Popayán, 21.12.13