Aproximarse a Popayán por lo que de ella se ha
dicho al paso de los tiempos, intentar recordarla así, entre bosquejos, bajo desvanecidos
rasgos de pincel que amenazan abandonar
el lienzo que los contiene, puede ser ejercicio romántico y artístico, maroma
leal, peripecia histórica, tierna gesta de afectos que busca disimular el calamitoso
rastro de heridas hondamente esculpidas en la tersa piel de los siglos.
Quienes conocieron a Popayán o vivieron allí,
los que estuvieron inmersos en la certidumbre de una estampa tejida de balcones
y geranios en flor, surcada por rectilíneos empedrados y musgosos serpentines
que escalaban hasta el pedestal en que se levanta la cruz de la colina,
presenciaron la escena de nunca repetir.
Lo que
ahora queda no es Popayán, perdura el nombre sí, porque la inercia del vocablo
resulta incontenible y porque las voces del tiempo parecen arder en el espacio
con la misma decadente luminosidad de las estrellas apagadas. Se atisba el
resplandor sin que la estrella exista, y en fantasía se troca el destello fugaz
de lo que ya no es.
Se murió el lento andar por eternos corredores de piedra labrada y el
cruce de saludos con impecables señores de leontina y gabán, fenecieron las
alegrías y las arritmias provocadas por esas colegialas de mejillas ardientes y
las sospechosas prisas para acudir a la misa dominical con la ciega esperanza
de verlas desfilar, se agotó el horizonte de techumbres estampadas por el fuego
de chispas y cenizas volcánicas, se desmoronaron portones y portales,
desaparecieron los enjambres de violetas
en las goteras de los aleros, se acabaron los almendros en los jardines y las huertas tupidas de nísperos e hinojo.
A compraventas de antigüedades se trasladaron
los aldabones, los brocales de los aljibes, las piedras de moler, los
arcones, los armarios y las ventanas.
Los fogones longitudinales y los hornos de
semiesférica reciedumbre que inundaban de ambrosía los vecindarios ya no
esparcen las aromas de las guayabas en cocción ni de las harinas aliñadas.
Se enmudecieron para siempre las torres de los
templos, las campanas ya no tañen, ni se
desnudan los guayacanes ni los tulipanes
florecen, los andenes se transmutaron en peligrosos toboganes cuando no en
parqueaderos, la muchachada ignora el significado de los bronces, y las placas
no corresponden a los artesanales quehaceres
de las callejas.
Los puentes, los históricos puentes son la
letrina pública mas extensa de todo el Continente, el atracadero, la olla, el quemadero abierto de marihuanas y
bazucos, la pasarela mortífera de mezclas enajenantes, el centro empresarial de
actividades degradantes, el desfile procaz de perversiones insultantes.
Parques y plazoletas sucumbieron bajo el
asedio de improvisados ventorrillos, y las heces de los locos acribillan
diariamente las esquinas del sector histórico.
En todo el perímetro urbano las calzadas
vehiculares se ahogaron bajo el fango de la imprevisión y de las corruptelas agenciadas
por voraces inquilinos de las más blancas edificaciones que circundan la Plaza
de Caldas.
El mágico esplendor de la que pudo ser una
joya turística duerme su sueño infinito entre los pergaminos del pasado.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, 21.12.13