En este mundo ficticio, en el que ya muy pocas
cosas guardan alguna relación con la verdad y las sanas costumbres, se le resta
importancia a nítidos esfuerzos para ascender hacia las cumbres de la virtud y
el refinamiento espiritual.
No hace mucho tiempo, ya porque se
pretendieran metas materiales en el mundo de los negocios o triunfos del
intelecto en el ejercicio de profesiones liberales, o porque ejemplarmente se
quisiera avanzar por los caminos de la excelencia mediante el exquisito dominio de la razón y dar solaz a la
conciencia, tenía valor supremo el abstracto concepto de reciedumbre moral.
Pero los “admirables” personajes de ahora son quienes
no reconocen frenos legales para incrementar la fortuna individual, los que con
trampas logran condecoraciones y despliegues publicitarios, aquellos que dolosamente
se encumbran en la babélica pirámide del poder, o que con violencia generan dolor
y muerte en cualquier parte del planeta.
Y no es que parezca, sino que de verdad las elites
que mandan confabulan para llevarle la contraria a la decencia, al lícito sentido
común, a la honradez, a las limpias confrontaciones por el liderazgo, y se
tiran por los rincones a socavar los cimientos del Estado y debilitar la
solidez de las instituciones.
De pésimo gusto resultan las producciones comerciales
que sacrifican valores positivos de la sociedad para entronizar en cambio la
truhanería, el engaño y el crimen, a punta de letales mensajes televisivos que
deforman y corrompen las almas infantiles y dan peligrosas pautas a la juventud
para adentrarse en los vericuetos del mal.
Influye mucho, claro está, el cínico desempeño
que la corrupta clase dirigente se empeña en perpetuar.
Ojalá el huracán Odebrecht, que como verdadero fenómeno físico de gran
impacto y alta velocidad amenaza levantar techos, tumbar paredes y desnudar prestigios,
sirva de catarsis para limpiar de podredumbre las fétidas barrigas de la
burocracia oficial y demoler la necesaria complicidad parapetada en conglomerados
privados, vigentes y actuantes en innumerables países que sufren mengua de sus tesoros
públicos al puro impulso de contratación leonina.
Allí sí que Colombia, en férreo respaldo a los entes de investigación y control,
debe mostrar su histórico talante de libertad dentro del orden, y contribuir al desmonte de mafias, carruseles y carteles,
sin ningún miramiento en la militancia partidista de quienes eventualmente
salgan comprometidos en la estructuración y desempeño de organizaciones
criminales dedicadas a defraudar los intereses nacionales y esquilmar las arcas
oficiales.
Esta es
la hora de componer una ecuación popular equilibrada que le reste política a la
justicia y le sume justicia a la política, y que despeje para siempre la incógnita
de la corrupción. El país necesita saber
quiénes y cómo lo roban.
Es verdad irrefutable que la grave enfermedad
de nuestra frágil democracia vino a ser el envilecimiento de las costumbres
gubernamentales, el atosigamiento que el ejecutivo le propició al legislativo
para someterlo a sus individuales intereses, la condescendiente actitud del Poder
Judicial frente al descuaderne constitucional inspirado por la Presidencia de la
República, y la muerte cerebral de congresistas adictos al dulce.
Miguel
Antonio Velasco Cuevas
Popayán,
03.02.17