Usa la izquierda internacional el vocablo paz
como anzuelo envenenado para engarzar incautos.
Por entre enmarañados compromisos, que son muchísimos
contradictorios y confusos, sobre el denominado
acuerdo final se cierne la aterradora sombra del engaño.
Colombia no puede olvidar que todas las dictaduras
son fatal consecuencia de artimañas estructuradas con maquiavélica maestría para
precipitar los pueblos desde las llamas a las brazas.
Bajo exhaustiva vigilancia policiaca, verdadera
parafernalia de inteligencia regia que contrarreste y diluya cualquier
disidencia, se criminalizarán y perseguirán conductas que amenacen la
implementación de los acuerdos y todo aquello que allí se llame construcción de
paz.
Con semejantes mecanismos de tortura, históricas
propuestas universales teóricamente atractivas, como la falaz dictadura del
proletariado, mutaron a brutales tiranías y se convirtieron en forzada implantación
de aparatos estatales totalitarios que desposeyeron, esclavizaron y masacraron opositores.
Esa pesadilla homogeneizante, fracasada
y desmantelada en otros continentes, es la que hace camino en nuestro país.
Venezuela no es ejemplo distante, es la más
cercana y dolorosa prueba de las satrapías que se suceden cuando la sociedad embelesada
con paradisiacas voces de pajaritos ayuda a criar los cuervos que le sacarán
los ojos.
Treinta y dos páginas de letra menuda en el
diario de los Santos, que unos pocos alfabetos deglutirán y una minoría
ilustrada digerirá, son el portal de ingreso a salvaje aventura sin retorno.
Hay en esos acuerdos escandalosa multiplicación
de cargos burocráticos y desconcertante duplicación de funciones estatales, que
difícilmente servirán para afinar voluntades y concretar precisos objetivos altruistas
de beneficio común, pero serán instrumentos idóneos para arrinconar de manera sistemática la iniciativa particular.
Crecerán las arcas estatales alimentadas a
caudales por asfixiante incremento de tributos individuales, y ese será el
punto de partida para arruinar la masa y engordar el frio establecimiento
troglodita. Allí comenzará la pauperización del pueblo, la sucesiva extirpación
de la propiedad privada, y el inclemente enriquecimiento ilícito de los Ortega,
los Chávez, los Kirchner, y los Lula autóctonamente colombianos.
Se creyó que después de Escobar vendría la
calma, y no ha venido, porque las bandas emergentes esperaron mañosamente su
turno para acceder al poder, y allí las tenemos desfilando disfrazadas de
blanco sobre un escenario global que no
apaga sus luces, ni las piensa apagar.
Cienmil hectáreas mal contadas de plantaciones
coqueras, sin amapolas y marihuanas en afanoso trámite de legalización, no son pan comido para aclimatar mínimos de
convivencia ciudadana civilizada que se puedan asimilar a paz estable y
duradera.
Ningún espectador distraído se tragará el cuento
-sapo estupefaciente según dicen los expertos- de tener controlado el incendio
narcoterrorista, cuando el material combustible, a ciencia y paciencia de los
bomberos, se expandió sin barreras desde el Orinoco al Mataje y desde el Atrato
al Amazonas.
Sin analizar ciegas advertencias sobre tela
que queda por cortar e imposibilidad de paz sin amnistía, clamores por libertad
de “Trinidad”, y ofrecimientos de romper
el papel cuando el gobierno incumpla, espero que Dios salve esta tierra de los latinajos de “Márquez”, del jubileo de Santos,
y del incandescente incensario de “Timochenko”.
Miguel
Antonio Velasco Cuevas
Popayán,
28.08.16