Maquinar trucos y métodos para alcanzar lo que
se quiere, como sea, suele ser predilecta actividad mental de quienes buscan atajos
para provecho individual en mengua del colectivo.
Históricamente ha sucedido que en política se
ande con enredos y en las artes
utilizadas para hacerla siempre se mezclan dañinas manipulaciones.
Es manía universal el discurso demagógico que
endulza y seduce mientras taimadamente anestesia la conciencia de los pueblos.
Tan sutiles y sedantes resultan las argucias para alcanzar y mantener
el poder que con frecuencia se repudia el beneficio noble para dar cabida al
detrimento desleal.
En defensa de la sociedad y sus buenas
tradiciones, como antídoto contra la golosina mortífera del contentillo personal
y la promesa que desplaza la supremacía de intereses comunitarios, se requiere
la acción tajante de quienes conciben la política como valiosa herramienta para
el bien común y no como pérfido armatoste para consolidar pedestales.
Quienes generan opinión y defienden ideales, aquellos
que imparten conocimientos y tienen la responsabilidad de formar
intelectualmente a las nuevas generaciones de colombianos, todos los que se
atrincheran en el oficio de pensar para enaltecer los valores nacionales y
salir al rescate de la ética pública, los que anteponen las elevadas satisfacciones del espíritu a las
mezquinas conquistas materiales, todos ellos son necesarios en esta cruzada permanente
contra enfermizas ambiciones de los que simplemente se escudan en privilegios
de casta para afianzarse en los pútridos entresijos del poder establecido.
Es derecho y deber repetir hasta el cansancio
que el Estado somos todos, que los recursos públicos son patrimonio del
organismo social, que existen unas normas fundantes del sistema político que
reclaman acatamiento y respeto, y que todos los ciudadanos, sin distingos, somos
libres e iguales ante la ley y ante ella respondemos.
Ni ahora ni nunca podemos consentir que se nos
declare en interdicción con el propósito manifiesto de resolver a puerta
cerrada los asuntos de Estado que definen el futuro de nuestra esencia nacional.
El silencio no puede ser el aval del pueblo
para que unas minorías, que no representan los sentimientos ni las aspiraciones
ciudadanas, se hagan al timón y marquen los derroteros del porvenir.
Los tiempos son de lucha y de batalla. El
destino de la nación es empresa que no podemos abandonar en manos de quienes
tratan de pervertir valores, desconocer instituciones, entronizar anacronismos, y apoderarse de banderas que han
deshonrado con afrentas punibles que van mucho más allá del asesinato
individual y la inhumana masacre colectiva.
Unos déspotas parapetados y apertrechados con recursos
derivados del crimen transnacional, que osan ignorar el sangriento pasado de
sus incursiones demenciales contra poblaciones indefensas, y hacen burla de
legítimas reclamaciones de sus víctimas, no pueden pasar de la marginalidad delictiva
al protagonismo de la cátedra republicana sin purgar las bárbaras ofensas
inferidas a sus connacionales.
Ya están montando la tramoya escénica para que el
propio pueblo, en un referendo inconstitucional, se clave el aguijón con una
insensata confirmación monosilábica que fácilmente puede conducir a nuevas
confrontaciones fratricidas más dolorosas que las sufridas hasta ahora.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, 15. 09. 13