domingo, 19 de junio de 2011

Costa del Pacífico.



El verde inmenso de nuestra faja costanera y sus ríos legendarios, plenos de historia y de riquezas, se tiñen con sangre de inocentes,  al paso de grupos ilegales que allí fortalecen sus arcas y agigantan su contingente de jóvenes  forzados a empuñar fusiles para asesinar el futuro de la región.

El Charco, Iscuandé, y La Tola  no acababan de beber su amargo sorbo de dinamita, cuando le llegó a Guapi la mortífera telegrafía de las metrallas.

Un humilde lanchero, de esos que valen porque sirven a su región y a sus gentes, y porque a fuerza de sacrificio y lucha sostenida anhelan levantar una familia y construir sus propios diques contra la miseria, fue fusilado por la delincuencia que vacuna y extorsiona, y que ejecuta sin piedad a quienes se resisten.

El brutal oleaje de ejércitos irregulares, nominados de maneras diversas, pero al servicio de un mismo propósito criminal, impone sus condiciones de hierro y fuego en la silente lejanía de los esteros.

El Cauca agoniza en los manglares donde antes bullía la vida.

Esa costa que fuera paraíso cantado en versos inmortales, escritos en la arena y esculpidos en  la proa  de los veleros, se hunde en el terror. 

Las dragas, las drogas y las armas levantan sus imperios en ese litoral que fuera patrimonio centenario de un mestizaje forjado por la paz, construido por culturas sonoras y poéticas, adornado por alegres sonrisas marineras que hoy se prohíben y se niegan.

Al horizonte azul de nuestro departamento, a la frontera  occidental de nuestra lacerada Colombia se asomó la violencia, y se metió en sus selvas y colonizó sus ríos, y se enquistó en sus vertientes con el funesto empeño de consolidarse allí.

A ese hombre de la navegación, a ese personaje anónimo que se batía con agilidad contra las fuerzas de la naturaleza, a ese hombre solitario que no pudieron vencer los elementos y que incurrió en la osadía de no transigir frente al crimen, al que le pusieron plomo en el pecho para convencerlo de lo que no quería, al que le arrancaron la vida por no dejarse despojar del jornal que nacía en la fuerza de sus brazos y brotaba en el sudor de su frente, le damos un respetuoso adiós.

Pero a sus parientes, una viuda y cuatro huérfanos, que no entienden la ausencia total  de la única persona que trabajaba para ellos, es necesario que el Estado los proteja y auxilie, los respalde y acompañe, y principalísimamente que les haga justicia a partir de una investigación seria, para que a ellos llegue eso que tanto se pregona y nunca se concreta,  verdad oportuna y reparación eficaz.

Quiera Dios que la Ley de víctimas tome cuerpo y cobre alma desterrando la impunidad de los anaqueles judiciales.

Coletilla: Cuando escribíamos esta nota recibimos noticia de otros tres asesinatos, en las caudalosas aguas del bajo Patía,  donde la delincuencia organizada fusila a humildes familias que reman para subsistir. Minutos después escuchamos estallido dinamitero en Popayán. ¿Naufraga la prosperidad democrática?

Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, 18.06.11