El otro existe desde la creación, Dios hizo al
uno y al otro, al instintivo y al racional, al indio y al negro, al hombre y a la mujer, y así en los confines del tiempo siempre hay
otro diverso frente al yo único, y ese otro se multiplica incesantemente como
se multiplican las estrellas en el cielo.
No es, como algunos creen, que al otro lo
descubre la sociología contemporánea, y que son los activistas de hoy quienes
han conquistado un nicho para el otro. Pura paja.
El otro está y ha estado allí desde cuando el
mundo fue creado, o desde la insondable aparición del universo en los espacios
de la nada.
Eso significa que se le ha respetado, e
irrespetado también, pero fundamentalmente se le ha reconocido.
Todas las culturas, entendidas estas como
presencia, permanencia y supervivencia del ser individual y social, han
reconocido al otro en su cabal esencia, y le han dado, como la ley natural lo
reclama, una significación espiritual o material que lo hace visible, o por lo
menos perceptible.
El otro eres tú o lo soy yo, depende todo del
campo en que nos encontremos, de los gustos que nos damos, de los goces que
preferimos, de las virtudes que cultivamos, los defectos que padecemos, las
cosas que soñamos, creamos o tenemos.
Asomarse a la docta discusión teórica sobre el
tema, especialmente en el laberíntico armazón de los especialistas, puede
confundir, desconsolar, irritar, animar, maravillar, ilustrar y hasta iluminar.
Depende, otra vez depende, de la formación académica, de la marca genética, de
la fe, o del íntimo amasijo conceptual que los hombres llevamos a cuestas desde
cuando se nos reveló la facultad de pensar.
Tan complejo resulta el asunto que no es dable
ubicar al otro en un lugar específico sin correr el riesgo de rechazarlo y ofenderlo,
o paradójicamente de admitirlo y amarlo, sin que fueran esas las prístinas
intensiones.
Casos se dan en que los extremismos, carentes
ellos del equilibrio necesario para la subsistencia y la convivencia, terminan
confundidos en curiosas amalgamas imposibles de digerir, pero inexplicablemente
existentes y actuantes.
Frente a la realidad, o ante la verdadera
existencia de conexidades impensables, cohabitaciones estériles, romances
grotescos, arquitecturas antiestéticas, disfrutes chocantes, celebraciones
incómodas, y festividades insultantes, es pertinente acudir a los recursos de
la sana comprensión, la compasión, el disimulo -que puede resultar antiético-,
y del perdón -si éste es sincero, claro está-, pero no a los del vituperio, la
satanización y el escarnio.
Mirados al espejo de la introspección, lo
mejor mirados que podamos, observemos allí la paquidérmica obesidad de nuestras
almas, la opacidad de nuestras pupilas, las profundas arrugas de nuestro
pasado, y la liviandad, la excesiva liviandad de nuestra masa cerebral, para
que culminado el ejercicio, reconocido el otro que en nosotros vive, acopiemos
hombría para aceptarnos y para aceptar al distinto, a ese congénere disímil, al
que no soportamos porque no comparte nuestra miserable interpretación del
universo, o porque acude a la misa dominical, o porque disfruta la osadía del
torero ante el toro.
Miguel Antonio Velasco
Cuevas
Popayán, 06.01.15