martes, 6 de enero de 2015

Uno de pecho




 El otro existe desde la creación, Dios hizo al uno y al otro, al instintivo y al racional,  al indio y al negro, al hombre y a la mujer,  y así en los confines del tiempo siempre hay otro diverso frente al yo único, y ese otro se multiplica incesantemente como se multiplican las estrellas en el cielo.

 No es, como algunos creen, que al otro lo descubre la sociología contemporánea, y que son los activistas de hoy quienes han conquistado un nicho para el otro. Pura paja.

 El otro está y ha estado allí desde cuando el mundo fue creado, o desde la insondable aparición del universo en los espacios de la nada.

 Eso significa que se le ha respetado, e irrespetado también, pero fundamentalmente se le ha reconocido.

 Todas las culturas, entendidas estas como presencia, permanencia y supervivencia del ser individual y social, han reconocido al otro en su cabal esencia, y le han dado, como la ley natural lo reclama, una significación espiritual o material que lo hace visible, o por lo menos perceptible.

 El otro eres tú o lo soy yo, depende todo del campo en que nos encontremos, de los gustos que nos damos, de los goces que preferimos, de las virtudes que cultivamos, los defectos que padecemos, las cosas que soñamos, creamos o tenemos.

 Asomarse a la docta discusión teórica sobre el tema, especialmente en el laberíntico armazón de los especialistas, puede confundir, desconsolar, irritar, animar, maravillar, ilustrar y hasta iluminar. Depende, otra vez depende, de la formación académica, de la marca genética, de la fe, o del íntimo amasijo conceptual que los hombres llevamos a cuestas desde cuando se nos reveló la facultad de pensar.

 Tan complejo resulta el asunto que no es dable ubicar al otro en un lugar específico sin correr el riesgo de rechazarlo y ofenderlo, o paradójicamente de admitirlo y amarlo, sin que fueran esas las prístinas intensiones.  

 Casos se dan en que los extremismos, carentes ellos del equilibrio necesario para la subsistencia y la convivencia, terminan confundidos en curiosas amalgamas imposibles de digerir, pero inexplicablemente existentes y actuantes.

 Frente a la realidad, o ante la verdadera existencia de conexidades impensables, cohabitaciones estériles, romances grotescos, arquitecturas antiestéticas, disfrutes chocantes, celebraciones incómodas, y festividades insultantes, es pertinente acudir a los recursos de la sana comprensión, la compasión, el disimulo -que puede resultar antiético-, y del perdón -si éste es sincero, claro está-, pero no a los del vituperio, la satanización y el escarnio.

 Mirados al espejo de la introspección, lo mejor mirados que podamos, observemos allí la paquidérmica obesidad de nuestras almas, la opacidad de nuestras pupilas, las profundas arrugas de nuestro pasado, y la liviandad, la excesiva liviandad de nuestra masa cerebral, para que culminado el ejercicio, reconocido el otro que en nosotros vive, acopiemos hombría para aceptarnos y para aceptar al distinto, a ese congénere disímil, al que no soportamos porque no comparte nuestra miserable interpretación del universo, o porque acude a la misa dominical, o porque disfruta la osadía del torero ante el toro.

Miguel Antonio Velasco Cuevas

Popayán, 06.01.15