Hace años, en evento de proyección social y
cultural organizado por el Club de Leones, me correspondió representar transitoriamente
a la afectuosa ciudadanía de Zarzal, que pedía al Ministro de Educación y al
Gobernador del Valle la construcción de una Casa de la cultura.
Lo fundamental era convencer y conseguir que
la obra se ejecutara, demostrar que la ciudad necesitaba un espacio ideal
destinado al desarrollo de actividades propias de la culta convivencia.
La confianza de los zarzaleños en mi verbo era
tanta que, temeroso de salir con nada, imploré y supliqué que me relevaran de
tan honrosa pero dificilísima tarea, la de convencer. Pero de nada sirvieron
mis evasivos argumentos, un viaje inaplazable intenté inventar y hasta aparenté
inexistente faringitis, pero al final esas argucias resultaron inútiles.
Llegado el día subí a la tarima, dije lo
prudente y conducente, la asamblea me ovacionó, Ministro y Gobernador se
sobrepasaron en elogios, y la comunidad quedó convencida de que yo había
convencido.
Después nunca supe si la obra tuvo final feliz,
los vientos del destino, o los destinos de los vientos me arrojaron a otros
patios, y aquí estoy escribiendo cosas que, nunca se sabe, de pronto convencen,
sin que el tiempo me de tiempo para saber si convencieron. Aquí sigo, igual que
entonces, ante la incertidumbre de los resultados.
Pues como allá lo esencial era la cultura, se
me ocurrió pensar que el ovillo se deshilvanaba fácil si, de arranque, aportaba
una definición de la cultura, y qué
menudo lío, parece que no la hay o que nunca se la encuentra.
Con entusiasmo pregunté y consulté, averigüé, y
hasta intenté darla yo mismo, pero magros fueron los resultados. Lo inquietante
del asunto es que cuando hablan de cultura me pongo en guardia, me alisto, me
preparo para tomar apuntes, me lleno de motivos para configurar con mis razonamientos
alguna definición aceptable, o para escuchar de los expositores la perfecta
definición que brille por su sabiduría y acoja el universo de la cultura.
Ha pasado el tiempo, y seguirá pasando, sin
que nadie se aproxime a definición que logre convencerme de que la cultura se
pueda definir. Es tan amplio el cosmos
de la cultura, y son tan inalcanzables sus fronteras, que ciertamente no existe
definición que la comprenda, ni culta inteligencia que la abarque.
Observo vivarachos, más de los que uno se
imagina, dándole malos tratos al cuento cultural, envileciendo el discurso de
lo culto, y hasta con el negocio de la cultura al hombro, o al hombro quizá no,
mejor sería decir que llevan en su maleta los negocios culturales, porque han
hecho de ella un medio de subsistencia y de desvare, una baratija que se grita
en las esquinas, se farfulla en los cafetines, se pisotea en los parques, o se
compra y se vende en las oficinas públicas.
Sometidos están los payaneses a repetidos ruidos
de bafles que, con fondos públicos, interrumpen labores en oficinas estatales. Vertiginosos
barullos callejeros que aturden al caminante, y dejan huellas de incultura en
la Plaza de Caldas.
Miguel Antonio Velasco
Cuevas
Popayán, 28.11.15