Otra vez la paz, pero no esta paz actuante, terrígena
y viviente que por siempre anhelamos, sino esa paz distante, melancólica y fría
que troquelan en Oslo.
Son múltiples las diferencias entre nuestra
paz y la de allá, protuberantes claro, es
por eso que seduce y enamora la propia, mientras deprime y fatiga la ajena.
La que aquí se cocina va nutrida de ideales,
lenguajes y matices, es vivaracha y esquiva, vibrante y resbalosa, atractiva en
exceso, escasa pero cierta, exquisita, aromática y sustanciosa.
La de allá nos parece facilona y barata, sorda,
monocromática, artificiosamente dicha y fabricada, hecha sobre pedido, insípida,
falsa como ella sola.
No es fácil para el rústico habitante de la
zona tórrida adaptarse a esa paz de conciliábulo, pergeñada entre sorbos de te
y galletitas azucaradas, decretada por viejecitos de peluca que la encuentran funcional
sin que positivamente exista. Una paz de laboratorio, nacida de claves y combinaciones
secretas, que en cualquier momento estalla en las narices de sus inventores.
Porque mientras la que acá se sueña es verdaderamente
carnosa y tentadora, imaginada para gozarla y saborearla, para pellizcarla y
morderla, la de allá sólo se presta para observarla a contraluz, para analizarla
en el tubo de ensayo, para describirla y mitificarla, pero no para tocarla, controlarla
ni hacerla propia.
La que uno quiere es una paz de usar y de
gastar, mas no una de guardar y presumir.
Es que a esta paz que a nosotros nos fascina la
caracterizan el sabor de los fogones criollos, el estruendo de tormentas cercanas,
a ratos el hedor de los pantanos, y siempre el primitivo perfume de montañeras
que madrugan a cultivarla en la humedad
de floridos cafetales.
Con esa palomita estampada afuera que no nos engatusen,
porque aquí preferimos la del cuño nacional.
Está bien si nos ayudan a encontrar la legítimamente
nuestra, pero no a lucir la que los Nobel portan en las solapas.
Inquieta que tantas levaduras extrañas se
viertan de furtiva manera sobre el crisol en que mezclamos los ingredientes de
nuestra esencia autóctona, cuando sólo nosotros conocemos la fórmula precisa para
que el manjar dé punto; molesta que
figurones del vecindario e impensables espontáneos de otras latitudes intenten debutar
en una faena muy nuestra y delicada, en la que indudablemente peligra la integridad
nacional.
Es de esperar que el áureo galardón concedido
al Presidente Santos en momento crítico para él y para los colombianos, le
inspire positiva voluntad de entendimiento con líderes, movimientos y grupos que
ignoró y excluyó durante la negociación
de acuerdos negados por el pueblo en plebiscito.
No estaba madura la paz que en Cartagena nos mostraron
entre osos y lagartos.
La responsabilidad de lograrla radica en correcta
lectura que obligatoriamente deben hacer los guerrilleros, quienes por resultados
del plebiscito conocen a plenitud lo que Colombia mayoritaria decidió. No están
frente a supuestos inamovibles ni rayas rojas de Santos y Uribe, sino ante el imperativo
de acoger sentimientos populares para sumar a los acuerdos mejor justicia, superior
reparación, y para mermarles impunidad y curules.
Miguel
Antonio Velasco Cuevas
Popayán,
08.10.16