La mayor dificultad de las
guerras es la solución. Razón tienen quienes piensan que hay que terminarlas,
pero no de cualquier manera.
Los costos de la confrontación prolongada; ruina, dolor y muerte; quedan
indeleblemente marcados en la piel
de las víctimas, que además sufren los
embates del enredo estratégico.
El honor y la dignidad son valores innegociables,
aunque a ratos no se sabe en dónde tienen o cómo entienden dichos valores algunos de los
protagonistas.
Una confrontación contra la
delincuencia organizada como la que vive Colombia, que involucra
intereses políticos y económicos diametralmente
opuestos, en aras de la convivencia podría conducir a modificaciones
constitucionales que favorezcan la implantación y mantenimiento del orden
social, pero nunca a otorgar concesiones
que empoderen al bandidaje en detrimento
de la legalidad.
Hablar de restablecimiento del
orden puede ser una inflexión verbal inadecuada en medio del caos que ha vivido Colombia a lo
largo de toda una generación, porque
actualmente es difícil encontrar ciudadanos que hayan conocido la paz nacional, la
normalidad jurídica, y el pleno ejercicio de las libertades públicas.
En Colombia
la organización del Estado es una tarea pendiente.
Los efectos jurídicos de la
promulgación de la Carta Constitucional de
1.991, tan eufóricamente alardeados
por los detractores de la vieja Constitución de 1886 están por
verse. Hasta ahora seguimos sin conocer
la paz, anhelado atributo moral que, una vez consagrado como derecho y deber
constitucional, quedó convertido en simple aviso que nadie respeta.
Y ni hablar de esa parafernalia
de unos derechos fundamentales, y otros de tercera generación, constituidos en verdadera
letra menuda, que sólo ha servido para
profundizar disputas harto
antidemocráticas y hasta inconstitucionales de las altas cortes entre
ellas, y de ellas con el Legislativo y con el Ejecutivo.
El conflicto de ahora es distinto
a todos los anteriores, pero producto
directo de la degradación social por
ellos originada, y de la incapacidad gubernamental para conjurarlos. Tan confusa es la
naturaleza de las sucesivas confrontaciones internas en Colombia que, como en
una de las curiosas notas de Robert Rypley,
dos contradictores ideológicamente dispares, el expresidente Uribe y José
Miguel Vivanco, ahora están de acuerdo en algo que mayoritariamente sabemos los colombianos, menos el Presidente
Santos con su bancada de Unidad Nacional,
y es que el marco legal para la paz abre las puertas a la impunidad.
Pero ahí no para el galimatías de
la guerra; a nadie se le puede ocurrir
que el brutal atentado terrorista contra el doctor Fernando Londoño Hoyos, y
contra las libertades de prensa y de
expresión, sea estratagema de la derecha política colombiana para sacar
provecho del desorden, como han dicho voceros
del ELN que piensa pescar en río revuelto. Claro que tampoco es juicioso lo que dice el Presidente Santos;
que disque el desorden imperante es promovido por unos tiburones, que no
identifica, interesados en hacerle perder el rumbo a la ya desorientada embarcación
del gobierno.
Derecha e izquierda, si verdaderamente quieren la paz, deben renunciar al arte de confundir como medio
de lucha política.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, mayo de 2012