martes, 22 de mayo de 2012

El arte de confundir

 
La mayor dificultad de las guerras es la solución. Razón tienen quienes piensan que hay que terminarlas, pero no de cualquier manera.

Los  costos de  la confrontación prolongada;  ruina, dolor y muerte;    quedan  indeleblemente  marcados en la piel de las víctimas, que  además sufren los embates del enredo estratégico.

El  honor y la dignidad son valores innegociables, aunque a ratos no se sabe en dónde tienen  o cómo entienden dichos valores algunos de los protagonistas.

Una confrontación contra la delincuencia organizada como la que vive Colombia,  que involucra  intereses políticos y económicos  diametralmente opuestos,  en aras de la convivencia  podría conducir a modificaciones constitucionales que favorezcan la implantación y mantenimiento del orden social,  pero nunca a otorgar concesiones que empoderen al  bandidaje en detrimento de la legalidad.

Hablar de restablecimiento del orden puede ser una inflexión verbal inadecuada  en medio del caos que ha vivido Colombia a lo largo de toda una generación,  porque actualmente es difícil encontrar ciudadanos  que hayan conocido la paz nacional, la normalidad jurídica, y el pleno ejercicio de las libertades públicas.

En  Colombia  la organización del Estado es una tarea pendiente.

Los efectos jurídicos de la promulgación de la Carta Constitucional  de 1.991,  tan  eufóricamente  alardeados  por los detractores de la vieja Constitución de 1886 están por verse.  Hasta ahora seguimos sin conocer la paz,  anhelado atributo moral  que,  una vez consagrado como derecho y deber constitucional,  quedó  convertido en simple aviso que nadie respeta.

Y ni hablar de esa parafernalia de unos derechos fundamentales, y otros  de tercera generación, constituidos en verdadera letra menuda,  que sólo ha servido para profundizar disputas harto  antidemocráticas y hasta inconstitucionales de las altas cortes entre ellas, y de ellas con el Legislativo y con el Ejecutivo.

El conflicto de ahora es distinto a todos los anteriores,   pero producto directo  de la degradación social por ellos originada, y de la incapacidad gubernamental  para conjurarlos. Tan confusa es la naturaleza de las sucesivas confrontaciones internas en Colombia que, como en una de las curiosas notas de Robert  Rypley, dos contradictores ideológicamente dispares, el expresidente Uribe y José Miguel Vivanco, ahora están de acuerdo en algo que mayoritariamente  sabemos los colombianos, menos el Presidente Santos con su bancada de Unidad Nacional,  y es que el marco legal para la paz abre las  puertas  a la impunidad.

Pero ahí no para el galimatías de la guerra; a nadie  se le puede ocurrir que el brutal atentado terrorista contra el doctor Fernando Londoño Hoyos, y contra las  libertades de prensa y de expresión, sea estratagema de la derecha política colombiana para sacar provecho del  desorden, como han dicho voceros del   ELN que piensa pescar en río revuelto.  Claro que  tampoco es juicioso lo que dice el Presidente Santos; que disque el desorden imperante es promovido por unos tiburones, que no identifica, interesados en hacerle perder el rumbo a la ya desorientada embarcación del gobierno.

Derecha e  izquierda, si verdaderamente quieren la paz,  deben renunciar al arte de confundir como medio de lucha política.

Miguel Antonio Velasco Cuevas

Popayán, mayo de 2012

domingo, 6 de mayo de 2012

El prisionero Langlois


Es  percepción acertada que algo falla en el sostenimiento de la seguridad nacional,  muy  fortalecida  con Uribe Vélez  y harto debilitada con Santos.

En la figura presidencial de Santos  apareció desleído  el anterior Ministro de Defensa protagónico y audaz,  que  en bloque con el Presidente de La República y con las Fuerzas Militares de Colombia  arrinconaban al narcoterrorismo  y sus facciones  delincuenciales.

En las postrimerías del gobierno anterior, lo que quedaba de guerrillas,  los menguados frentes y los despavoridos cabecillas,  batallaban más por los respaldos diplomáticos en el exterior  que por conquistar  el poder  mediante la lucha armada.

La escogencia del Almirante Edgar Augusto Cely  y del burócrata Rodrigo  Rivera como nuevos  adalides de la lucha contra esa guerrilla marrullera y mafiosa,  ya casi extinta para esa época,  cayó  como baldado de agua fría sobre una sociedad perpleja que acudió a las urnas para conferir  un mandato duro a un candidato duro, que  supuestamente doblegaría a los maltrechos antisociales.  

Como  el atildado Almirante y el metódico político son más refinados  aristócratas que combativos guerreros,  con ellos perdimos tiempo.

Por otro lado la actitud arrodillada de la Canciller ante la dinastía de los Castro y  ante el eje chavista, indicaba que alguna  componenda había en cocción.

Al fin y al cabo, entre tantos cabecillas de las distintas organizaciones irregularmente armadas que controlan la minería, la agricultura, y la economía ilegales en Colombia, no es raro que algunos con algo de cerebro aspiren  a salvar sus riquezas,  conservar su libertad y conquistar prerrogativas políticas, y en  eso estaban nuestros dirigentes,  diseñándoles  su marco legal para la paz, cuando   secuestraron  al  periodista extranjero mientras cubría operativo militar contra el narcotráfico.

Más deprimente no puede ser el cuadro. El Presidente empeñado en calificar como desaparecido al secuestrado, la Canciller dándole las gracias al Tribunal de La Haya por el poquito de soberanía que nos quieran reconocer sobre mares  y territorios que siempre han sido nuestros, y el Ministro de defensa, como razonero del Presidente, tildando de enemigo a  Uribe Vélez, bajo cuyo mandato quedaron agónicos  los  verdaderos enemigos de la democracia y de la sociedad colombianas.

Y entre semejante maremágnum  aparece en las pantallas   la radiante figura juvenil  del narcoterrorismo para afirmar que Romeo Langlois es su prisionero de guerra.

Al señor Presidente Juan Manuel Santos le corresponde  ahora mostrar las cartas  tapadas  que oculta en su urna de cristal, decodificar el enmohecido artilugio de su llave para la paz,  abandonar las populistas alocuciones de las últimas semanas, para ponerse al frente de una realidad nacional que no soporta más enredos ni tantas oscuridades.  

Lo ideal es llamar las cosas por su nombre. El señor Presidente de la República debe exigir la liberación inmediata del periodista secuestrado y  organizar, además, el operativo de rescate, porque hacerle eco a la canallesca denominación de prisionero de guerra y esperar bondadosas promesas de los secuestradores, es como contribuir  a violar su libertad individual  ya mancillada,  el libre ejercicio de su profesión y  las  libertades  de prensa e información.

Miguel Antonio Velasco Cuevas

Popayán, abril de 2012