domingo, 17 de noviembre de 2013

Entre la negociación y el magnicidio



 Aventurar construcciones analíticas sobre la estrategia del magnicidio como aberrante mecanismo de ablandamiento social, esgrimido por facciones delincuenciales para hacerse al poder, puede ser ejercicio altamente riesgoso, no sólo por la primitiva susceptibilidad de esas organizaciones marginales que bajo ningún argumento se acogen a éticos principios de justicia y verdad, sino porque al desvelarse su incapacidad moral para la interlocución política pura, sencillamente incrementan su accionar terrorista. Pretenden que su violencia no sea violencia sino un medio de lucha.

 Lamentablemente en Colombia, desde siempre, se ha utilizado el asesinato del oponente como táctica innoble para limpiar el camino y ganar espacios en la ruta hacia el poder. Bolívar, Sucre, Obando, Gaitán, Galán, Álvaro Gómez, todos ellos y las gentes que defendieron sus ideas fueron víctimas de delincuencias agotadas o tentadas.

 Para colmo de la desventura, en las actuales circunstancia electorales la sociedad colombiana se ilusiona frente a flacas soluciones del conflicto armado, y algunos sectores populares se resisten a considerar equivocados los procedimientos escogidos por el ejecutivo para discutir la estructura del Estado en interminables diálogos, de los que más fácilmente puede esperarse virulenta profundización de diferencias que loable  alineamiento de coincidencias.

 Abundan en los acuerdos la contradicción y la infamia. La diametral contraposición de  intereses, los de ellos que pretenden legalizar sus crímenes, y los nuestros que exigen el respeto debido a la Constitución Nacional, hacen que la dinámica negociadora se fatigue. Los comisionados, los nuestros, no pueden conceder la cuota de impunidad que los facinerosos exigen, ni es psíquicamente sano pensar  que pueda ambientarse posterior convivencia pacífica, estable y duradera, con una jauría antisocial armada que podría disputar curules a una comunidad civil carente de arsenales  para la confrontación física y escasa de recursos económicos para el control de zonas territoriales.

 La historia humana se nutre de conspiraciones y vilezas.  Es esta la razón que induce a desconfiar de la bondades  de los demás. Hasta el más cercano de los amigos lleva escondida su amalgama de traición.

 Pavorosos episodios sangrientos incorporados a la historia nacional exigen que al enemigo se le mire con recelo y desconfianza. La masacre en el Club El Nogal, el infame secuestro y ulterior fusilamiento  de los diputados vallecaucanos, las incursiones en  recintos familiares para privar de sus derechos y libertades a personalidades políticas del Huila,  el exterminio de secuestrados que estuvieron a punto de recobrar su libertad en operativos de las fuerzas legítimas, el asedio contra la sociedad civil en zonas trajinadas por el narcotráfico y la minería ilegal, el minado de campos próximos a escuelas campesinas, el reclutamiento forzados de menores  indefensos para adiestrarlos como milicianos,  la voladura de infraestructuras viales, eléctricas y petroleras, son comportamientos delictivos que nos dicen quiénes son y cómo actúan los actuales terroristas negociadores.

 Recientes aspavientos gubernamentales sobre  avances  en los  diálogos terminaron desvirtuados por los proyectos homicidas  del bandidaje.

 El pueblo colombiano, su endeble democracia, el constituyente primario,  no pueden venderle el alma al diablo para cocinar la continuidad de Santos en un propósito antinacional y anárquico.

Miguel Antonio Velasco Cuevas

Popayán, 17.11.13