Aventurar construcciones analíticas sobre la
estrategia del magnicidio como aberrante mecanismo de ablandamiento social,
esgrimido por facciones delincuenciales para hacerse al poder, puede ser ejercicio
altamente riesgoso, no sólo por la primitiva susceptibilidad de esas
organizaciones marginales que bajo ningún argumento se acogen a éticos principios
de justicia y verdad, sino porque al desvelarse su incapacidad moral para la
interlocución política pura, sencillamente incrementan su accionar terrorista.
Pretenden que su violencia no sea violencia sino un medio de lucha.
Lamentablemente en Colombia, desde siempre, se
ha utilizado el asesinato del oponente como táctica innoble para limpiar el
camino y ganar espacios en la ruta hacia el poder. Bolívar, Sucre, Obando,
Gaitán, Galán, Álvaro Gómez, todos ellos y las gentes que defendieron sus ideas
fueron víctimas de delincuencias agotadas o tentadas.
Para colmo de la desventura, en las actuales
circunstancia electorales la sociedad colombiana se ilusiona frente a flacas
soluciones del conflicto armado, y algunos sectores populares se resisten a
considerar equivocados los procedimientos escogidos por el ejecutivo para discutir
la estructura del Estado en interminables diálogos, de los que más fácilmente
puede esperarse virulenta profundización de diferencias que loable alineamiento de coincidencias.
Abundan en los acuerdos la contradicción y la
infamia. La diametral contraposición de intereses,
los de ellos que pretenden legalizar sus crímenes, y los nuestros que exigen el
respeto debido a la Constitución Nacional, hacen que la dinámica negociadora se
fatigue. Los comisionados, los nuestros, no pueden conceder la cuota de
impunidad que los facinerosos exigen, ni es psíquicamente sano pensar que pueda ambientarse posterior convivencia
pacífica, estable y duradera, con una jauría antisocial armada que podría disputar
curules a una comunidad civil carente de arsenales para la confrontación física y escasa de
recursos económicos para el control de zonas territoriales.
La historia humana se nutre de conspiraciones
y vilezas. Es esta la razón que induce a
desconfiar de la bondades de los demás.
Hasta el más cercano de los amigos lleva escondida su amalgama de traición.
Pavorosos episodios sangrientos incorporados a
la historia nacional exigen que al enemigo se le mire con recelo y desconfianza.
La masacre en el Club El Nogal, el infame secuestro y ulterior
fusilamiento de los diputados
vallecaucanos, las incursiones en recintos familiares para privar de sus
derechos y libertades a personalidades políticas del Huila, el exterminio de secuestrados que estuvieron a
punto de recobrar su libertad en operativos de las fuerzas legítimas, el asedio
contra la sociedad civil en zonas trajinadas por el narcotráfico y la minería
ilegal, el minado de campos próximos a escuelas campesinas, el reclutamiento
forzados de menores indefensos para
adiestrarlos como milicianos, la
voladura de infraestructuras viales, eléctricas y petroleras, son
comportamientos delictivos que nos dicen quiénes son y cómo actúan los actuales
terroristas negociadores.
Recientes aspavientos gubernamentales
sobre avances en los
diálogos terminaron desvirtuados por los proyectos homicidas del bandidaje.
El pueblo colombiano, su endeble democracia,
el constituyente primario, no pueden
venderle el alma al diablo para cocinar la continuidad de Santos en un
propósito antinacional y anárquico.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, 17.11.13