sábado, 7 de noviembre de 2015

Eco terrígeno




 En sostenido  y largo batallar por rincones lejanos, henchido de esperanzas, maltrecho a ratos en las tardes de tedio, pero siempre atrincherado en las fortalezas de la fe católica, surqué de madrugada los paisajes de niebla y frailejones para escabullirme en los angostos desfiladeros de Tierradentro; rodé festivo por empinadas travesías de piedra y barros amarrillos en las vertientes del Micay; me emborraché de aromas en los floridos campos del café que se despeñan y se incrustan en los barrancos por las rutas de Nóvita; ensanché mis fuelles con ardientes  vapores del gran cañadulzal en la inmensa y plena extensión del Valle del Cauca; emparamado trasegué bajo el fragor intimidante de cascadas cristalinas que se precipitan desde el Macizo abrupto; embelesado trajiné trochas selvática e interminables empalizadas del alto Caquetá; entre aguaceros torrenciales y fulgurantes latigazos de tempestad navegué hasta la imponente insularidad de Gorgona; y maravillado recalé en ignotos esteros del preterido litoral Pacífico.

 Entre el paisaje pleno de vahos embrujadores y difusas esencias vegetales tejidas al palmiche, admiré la abundancia de fértiles semillas que Dios derrama y multiplica en las blandas riberas del Napi y el Patía, en cuyas aguas atardecidas se zambullen y  orilleras reaparecen germinadas cuando despunta el alba. Frente a la prodigiosa preservación de las especies y ante el incesante milagro de la reproducción, con empíricos razonamientos dimensioné la Divina autoría de todo lo creado.

 No me son ajenos los caminos entre Ipiales y el Cabo de La Vela ni la distancia que separa a Puerto Asís del Golfo de Morrosquillo. Miré de cerca las artísticas cúpulas de la vieja Europa y la nocturna intermitencia de cocuyos que se trepan en las nubes de Manhattan. También a esas fronteras me asomé.

 Ese superficial contacto con algunas realidades materiales y con el cosmos avistado sin instrumentos, me exige ahora que no guarde silencio y que clame a Dios para que corrija  oscuras trincas forjadas por debajo en satánicas calderas de encumbrados poderes; que no me marche al cementerio sin denunciar que en los molinos de la indecencia perecen arbitrariamente triturados sempiternos postulados de la lógica y la ley natural.

 La estructura familiar de este naciente siglo en esos altos conciliábulos, en esas academias de desvanecido prestigio,  ya no la fundamentan clásicas parejas idóneas para reproducirse y perpetuar la humana especie, sino áridos amasijos de gimnasia homosexual. Eso no puede ser.

 Contra indiscutibles reglas genéticas de la antropología tradicional, y por sobre la miseria de lamentables desviaciones, nos quieren imponer, a fuerza de inusitada legislación jurisprudencial, el grotesco status maternal de ciertos varones derretidos y la paterna égida de féminas que derrochan rústica pelambre entre los senos.

 También al cielo clamo para que reprima el cinismo retador de paquidermos homicidas, cuando amparados en reciente ejecución sicarial, amenazan demandar a sus víctimas,  para vengarse del reclamo que ellas elevan ante la burda jurisdicción de los mortales. Nada cuesta pensar que para aquellos sí funcione el envilecido aparato judicial, ese que no ha oído certeros señalamientos de círculos afectos a los criminales.

Miguel Antonio Velasco Cuevas

Popayán, 07.11.15.