En sostenido y largo batallar por rincones lejanos,
henchido de esperanzas, maltrecho a ratos en las tardes de
tedio, pero siempre atrincherado en las fortalezas de la fe católica, surqué de
madrugada los paisajes de niebla y frailejones para escabullirme en los angostos
desfiladeros de Tierradentro; rodé festivo por empinadas travesías de piedra y
barros amarrillos en las vertientes del Micay; me emborraché de aromas en los
floridos campos del café que se despeñan y se incrustan en los barrancos por las
rutas de Nóvita; ensanché mis fuelles con ardientes vapores del gran cañadulzal en la inmensa y
plena extensión del Valle del Cauca; emparamado trasegué bajo el fragor
intimidante de cascadas cristalinas que se precipitan desde el Macizo abrupto;
embelesado trajiné trochas selvática e interminables empalizadas del alto
Caquetá; entre aguaceros torrenciales y fulgurantes latigazos de tempestad navegué
hasta la imponente insularidad de Gorgona; y maravillado recalé en ignotos
esteros del preterido litoral Pacífico.
Entre el paisaje pleno de vahos embrujadores y
difusas esencias vegetales tejidas al palmiche, admiré la abundancia de fértiles
semillas que Dios derrama y multiplica en las blandas riberas del Napi y el Patía,
en cuyas aguas atardecidas se zambullen y orilleras reaparecen germinadas cuando
despunta el alba. Frente a la prodigiosa preservación de las especies y ante el
incesante milagro de la reproducción, con empíricos razonamientos dimensioné la
Divina autoría de todo lo creado.
No me son ajenos los caminos entre Ipiales y
el Cabo de La Vela ni la distancia que separa a Puerto Asís del Golfo de
Morrosquillo. Miré de cerca las artísticas cúpulas de la vieja Europa y la
nocturna intermitencia de cocuyos que se trepan en las nubes de Manhattan. También
a esas fronteras me asomé.
Ese superficial contacto con algunas
realidades materiales y con el cosmos avistado sin instrumentos, me exige ahora
que no guarde silencio y que clame a Dios para que corrija oscuras trincas forjadas por debajo en
satánicas calderas de encumbrados poderes; que no me marche al cementerio sin denunciar
que en los molinos de la indecencia perecen arbitrariamente triturados sempiternos
postulados de la lógica y la ley natural.
La estructura familiar de este naciente siglo en
esos altos conciliábulos, en esas academias de desvanecido prestigio, ya no la fundamentan clásicas parejas idóneas
para reproducirse y perpetuar la humana especie, sino áridos amasijos de gimnasia
homosexual. Eso no puede ser.
Contra indiscutibles reglas genéticas de la
antropología tradicional, y por sobre la miseria de lamentables desviaciones, nos
quieren imponer, a fuerza de inusitada legislación jurisprudencial, el grotesco
status maternal de ciertos varones derretidos y la paterna égida de féminas que
derrochan rústica pelambre entre los senos.
También al cielo clamo para que reprima el cinismo
retador de paquidermos homicidas, cuando amparados en reciente ejecución
sicarial, amenazan demandar a sus víctimas, para vengarse del reclamo que ellas elevan
ante la burda jurisdicción de los mortales. Nada cuesta pensar que para aquellos
sí funcione el envilecido aparato judicial, ese que no ha oído certeros señalamientos
de círculos afectos a los criminales.
Miguel Antonio Velasco
Cuevas
Popayán, 07.11.15.