Adquirir armas en Colombia es fácil,
las venden en todas partes y para variados gustos.
En muchos casos la fuerza pública
se sorprende al constatar el potencial destructivo y mortífero de armados
ilegales que asedian al ciudadano corriente.
El sistema judicial, desde hace
muchos años, encuentra poderosas barreras durante los procedimientos para la
persecución y sanción del crimen
organizado, pues regularmente los delincuentes portan “empapeladas” muchas armas
que la gente de bien nunca logra comprar.
Tradicionalmente, campesinos,
finqueros, comerciantes, personas acaudaladas, funcionarios públicos y
ejecutivos de la actividad privada tuvieron la oportunidad de presentarse a las
Brigadas Militares a comprar armas de fuego para su defensa personal, y casi
siempre la autorización que ellos obtenían era para conservar y pocas veces
para portar armas de puño, de percusión mecánica, de hasta cinco o seis
proyectiles. Eran épocas en que sólo algunos ciudadanos de excelente conducta y
extraordinarias cartas de presentación podían acceder al uso legal de modestas armas
de fuego.
El auge de mafias, carteles,
combos, bandolas, pandillas, milicias y otras múltiples expresiones de la
violencia, transformó el cuadro estadístico de armas legítimas en manos de
civiles, y como por artes de birlibirloque, ahora en Colombia cualquier
descamisado ostenta y exhibe no sólo el arma sino el salvoconducto, y no el
humilde Smith & Wesson que conservaban los abuelos, sino unos aparatos que
producen pánico y amedrentan al más varón de la cuadra.
La corrupción, madre superiora de
nuestros males, hizo que los encargados del control oficial para la adquisición
y porte de armas perdieran el horizonte de sus funciones y, mediante el
expandido mecanismo de propinas y coimas, se llegó a una verdadera implantación
de tarifas, obviamente irregulares, que permiten, a ciertos elementos civiles,
comprar, conservar y portar armas de repetición automática para disparo en
ráfaga.
Frente a semejante desborde en la
autorización para el uso de armas, ya no es lógico decir que las armas se
hicieron para compensar la debilidad de los buenos frente a la absurda suficiencia
de los malos. Ningún bueno se atreve a llevar en su carro un pavoroso artefacto
de guerra para utilizarlo en defensa propia. No lo lleva porque no se lo
venden, porque no se lo amparan, y porque es incapaz de dispararlo
indiscriminadamente contra el que sea o por lo que sea, como sí son capaces de
hacerlo todos esos personajes emergentes, surgidos de la nada, que imponen sus
condiciones a sangre y fuego, en muchas oportunidades con la anuencia de
bandidos infiltrados en oficinas estatales.
De hecho el tráfico de armas
ilegales, totalmente ajenas a controles estatales, entradas de contrabando y
adquiridas en trueque por drogas o minerales comercializados ilícitamente,
refuerza los arsenales rurales del hampa, pero la delincuencia urbana, en alto
porcentaje, se mueve con armas legalmente amparadas.
La prohibición, impulsada por
un antiguo armado ilegal, merece el respaldo
de la sociedad.
Claro que no faltarán quienes
demanden la nulidad o la inconstitucionalidad del decreto, porque existen
normas de superior jerarquía que autorizan
las armas en todo el territorio nacional.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, 02.01.12