Veo al psiquiatra que recibirá en su diván al
pueblo, pueblo. Ese paciente famélico y perseguido, desplazado, requisado y saqueado,
violado en todos los tiempos, de todas las formas y en todas las posiciones, ese
pobre tipo huérfano desde temprana infancia, incapaz de llorar, abandonado por
la querida de su juventud y rechazado por todas las que tanto quisiera que lo
quisieran, arruinado y cegatón, resquebrajado y solitario como el emplazamiento
de un faro en alta mar, peregrino que llega de cruzar el desierto sin sandalias en busca
de inexistentes hontanares.
Me imagino al adusto profesional que vea entrar
a tan macilento paciente victima de tramas y fraudes, apabullado y burlado en
tantos eventos a los que siempre fue citado pero no tenido en cuenta. … Ya tendrá
tiempo real para oírle los relatos de largas andanzas e infinitos desamores, de anhelos recientes e
infortunios lejanos, y observarlo en silencio
mientras pronuncie palabras cortas entre pausas afligidas.
Con ojos inquietos el enfermo mirará los
diplomas que se balancean en los muros, las acuarelas, los óleos, los retratos
antiguos, las aguafuertes, la escultura de una mujer semidesnuda que emerge en
un rincón del consultorio como único testigo erguido de los secretos que, en
principio, no quisiera revelar, pero que al paso de los días sacará a flote con elaborados esguinces y exquisitos maquillajes. Hasta resulta probable
-pensará- que el galeno ni siquiera lo
escuche.
Y llegará el día en que se sienta a sus anchas
en el mullido mueble que antes no soportaba y que entonces confundirá con el
rústico chinchorro en que vivió sus primeras experiencias genitales, y las
recordará con entusiasmo juvenil, y las narrará con deleite durante trece consultas,
hasta cuando recuerde el día en que lo sodomizaron.
A partir de entonces mirará con recelo al
confidente y querrá decirle que ha estado mintiendo durante muchas sesiones
pasadas, pero será incapaz de retomar el hilo narrativo que lo divertía
mientras el tratante dormitaba o aparentaba hacerlo, y crecerán sus dudas, y se levantará con furia para insultar al
vejete ladrón que ha sido capaz de cobrar todos los cheques sin formularle ni
un calmante. Después tirará la puerta del gabinete con ánimos de destruir todas
las narraciones inconvenientes, e infundadas, o inventadas dirá para sus adentros, aunque regresará
con sagrada disciplina a la cita de los
martes, e intentará rearmar sus buenas relaciones con el profesional que tanto
lo ha soportado, que lo vigila e interroga
sin hablarle.
Luego, en un tiempo fatal, estremecido por noticias
mañaneras, indefenso como los caracoles
del jardín imaginario, correrá por la ciudad como en los años mozos, y saltará
la tapia del hospital psiquiátrico para
contarle al director y a su tratante que ya es un ser normal, que no tiene
sufrimientos, que vivirá para contar la historia como es y como fue, y
descargará el punzón sobre el blanco peto de sus interlocutores para partirles
el corazón hechizo a esas alimañas que tuvieron la ocurrencia de considerarlo
enajenado.
Por la tarde sonarán clarines durante el
minuto de silencio.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, 23.10.16