Hubo marcha, y no una movilización paga ni embadurnada
de melaza. De manera espontánea salió la gente a expresar insatisfacción y descontento,
a rechazar la humillante postración del gobierno ante una caterva delincuencial
cínica y psíquicamente incapaz de reconocer los daños causados a la sociedad.
Los colombianos marchantes, que anhelan feliz convivencia
y bienestar colectivo, manifestaron en calles y plazas de las principales
ciudades su repudio a la impunidad, no a la paz como algunos torcidamente afirman.
La inconformidad no es con la búsqueda de la paz sino con la inicua metodología
de los diálogos y la oscura maquinación de los acuerdos.
Harto se diferencia una negociación abierta, limpia y altruista, que genere confianza y propicie
consensos para el bienestar general y el progreso colectivo, de ese
tapujo en que se gestan groseras claudicaciones, no para vivir en paz, sino para
ambientar el establecimiento de un sistema caótico en que reducida minoría
violenta pretende reformar la Constitución conforme a sus gustos y preferencias.
Permanentemente, desde cuando se les cayó la
tramoya y tuvieron que publicitar la existencia de los diálogos, y seguramente
durante el secretismo de oculta etapa embrionaria, diversos voceros del grupo
terrorista han salido a disimular sus acciones delincuenciales con falaces
argumentos que el pueblo ni se traga ni digiere.
Quisieran los facinerosos desfigurar y ocultar
la tajante brutalidad de sus crímenes, pero torpemente los siguen cometiendo a
la sombra de una estrategia poco política aunque sí tácticamente intimidante.
Porque de político nada tiene el fusilar a
quienes no comparten sus métodos ni consienten sus delincuencias, como acaban
de hacerlo con el comandante del puesto de policía de López de Micay; ni el destruir la infraestructura vial
nacional, como lo hicieron la semana pasada con un tramo de la carretera
panamericana entre Popayán y Cali; mucho
menos el deforestar inmensas extensiones selváticas para sembrar coca, como
actualmente ocurre justamente en la cuenca del río Micay sobre la costa del
Pacífico caucano; tampoco se inscribe en
la acción política el envilecer las condiciones vitales de la población rural
inerme, a la que le imponen obligaciones
y contribuciones que quebrantan su espíritu de orden y sentido de legalidad,
para forzarla a ocultar armas, transportar insumos para procesamiento de
narcóticos, o guardar silencio ante violaciones y reclutamientos de menores, o ante
frecuentes despojos patrimoniales.
Es natural y necesario que personas
comprometidas con el destino de la patria, empeñadas en mantener y conservar el
digno espíritu de unidad nacional, convencidas de las bondades que se derivan
del acatamiento y respeto a instituciones superiores tradicionalmente
defendidas por verdaderos adalides de las libertades públicas y de los derechos inalienables de los seres
humanos, enfilen sus críticas y protestas pacíficas contra procaces
ablandamientos del establecimiento,
orientados a desestructurarlo, para sustituirlo por esquemas
administrativos y socioeconómicos dolorosamente fracasados, como ya se aprecia
en la vecina Venezuela.
Existen, menos mal, noticias reconfortantes:
La Corte Penal Internacional advierte que cualquier acuerdo de paz debe ser
compatible con el Estatuto de Roma y que no consentirá la impunidad para graves
crímenes cometidos durante el conflicto colombiano.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, 14.12.14