sábado, 15 de junio de 2013

Ojos que no ven




 A todos nos anunciaron la puesta en marcha de la locomotora minera, pero nunca se dijo que aquello significara entregar territorios, extensos territorios selváticos plenos de oro y  muchos otros recursos naturales valiosos, en manos de empresas criminales, para que con sus métodos violentos y antinaturales adelantaran procesos contaminantes del medio ambiente, entre brutales arremetidas contra las comunidades que por siglos tuvieron el privilegio de habitar esos espacios y de ellos derivar ingresos necesarios para subsistir.

 Lamentablemente numerosas familias rurales, que explotaban el oro de aluvión, lejos de recibir el impulso estatal para potenciar, dentro de sistemas aceptables y amigables, la conveniente utilización artesanal de esa riqueza natural que a todos pertenece, resultaron víctimas de la locomotora inclemente que ahora arrasa y depreda extensas regiones, sin que el aparato oficial haga presencia, aunque sólo sea para limitar la contaminación química y aminorar el consecuente detrimento ecológico.

 Sabíamos los colombianos, desde remotas épocas, que el usufructo ilegal de la riqueza natural contenida en suelo y subsuelo ha inflado las cuentas  corrientes de  unos pocos bárbaros bien conectados, que mediante trampas, coimas y subterfugios jurídicos se lucran de esos recursos comunes, pero no alcanzamos a imaginar  que la figura retórica de la locomoción sirviera, en estos tiempos, para desplazar a humildes campesinos que ya no pueden meter sus bateas en las exclusivas áreas minadas por depredadores motorizados que a fuerza de amenazas y violencia se roban el precioso metal.

 El viajero desprevenido que transite por el bajo Cauca  antioqueño, o sobrevuele las regiones costaneras del Pacífico, encontrará paisajes perforados por cientos de retroexcavadoras ilegales que, no se sabe cómo ni por dónde, ingresan a esas agrestes topografías sin que el Estado se percate de su existencia.

 Claro que ciertos funcionarios estatales sí lo deben saber, y seguramente cierran ojos mientras extienden manos para recibir su participación en el negocio, pero las instituciones no lo saben, o permanecen ajenas, o consienten el latrocinio y lo orquestan dolosamente para que todo pase como si no pasara.

 Increíble que gigantescos aparatos mecánicos, necesitados de grandes volúmenes de combustible y lubricantes, que requieren personal especializado para su transporte y operación, se hagan invisibles a lo hora de pasar por los puestos de control, y logren avanzar hasta remotas regiones en que causan tanto daño y producen tanto dinero.

 Si el Estado quisiera prevenir, controlar e impedir la minería ilegal, no requeriría enormes recursos científicos, ni grandes campamentos, ni costosas nóminas para lograrlo. Un selectos contingente de observadores honestos podría detectar las máquinas que trabajan a plena luz solar, en amplias zonas geográficas que llevan el agua de sus ríos totalmente enlodada y revuelta sin que ninguna causa natural  justifique semejante evidencia predatoria.

 El alto gobierno nacional nos debe una explicación lógica, no rebuscada ni amañada, que permita entender cómo ha sido posible que más de doscientas cincuenta máquinas retroexcavadoras estén esculcando las entrañas del empobrecido territorio caucano, en la selvática costa del Pacífico, sin que ningún funcionario ponga freno a tan notoria explotación ilegal de nuestros recursos.

Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, junio 15 de 2013