A todos nos anunciaron la puesta en marcha de
la locomotora minera, pero nunca se dijo que aquello significara entregar
territorios, extensos territorios selváticos plenos de oro y muchos otros recursos naturales valiosos, en
manos de empresas criminales, para que con sus métodos violentos y
antinaturales adelantaran procesos contaminantes del medio ambiente, entre
brutales arremetidas contra las comunidades que por siglos tuvieron el privilegio
de habitar esos espacios y de ellos derivar ingresos necesarios para subsistir.
Lamentablemente numerosas familias rurales,
que explotaban el oro de aluvión, lejos de recibir el impulso estatal para
potenciar, dentro de sistemas aceptables y amigables, la conveniente
utilización artesanal de esa riqueza natural que a todos pertenece, resultaron
víctimas de la locomotora inclemente que ahora arrasa y depreda extensas
regiones, sin que el aparato oficial haga presencia, aunque sólo sea para
limitar la contaminación química y aminorar el consecuente detrimento
ecológico.
Sabíamos los colombianos, desde remotas
épocas, que el usufructo ilegal de la riqueza natural contenida en suelo y
subsuelo ha inflado las cuentas
corrientes de unos pocos bárbaros
bien conectados, que mediante trampas, coimas y subterfugios jurídicos se lucran
de esos recursos comunes, pero no alcanzamos a imaginar que la figura retórica de la locomoción
sirviera, en estos tiempos, para desplazar a humildes campesinos que ya no
pueden meter sus bateas en las exclusivas áreas minadas por depredadores
motorizados que a fuerza de amenazas y violencia se roban el precioso metal.
El viajero desprevenido que transite por el bajo
Cauca antioqueño, o sobrevuele las
regiones costaneras del Pacífico, encontrará paisajes perforados por cientos de
retroexcavadoras ilegales que, no se sabe cómo ni por dónde, ingresan a esas
agrestes topografías sin que el Estado se percate de su existencia.
Claro que ciertos funcionarios estatales sí lo
deben saber, y seguramente cierran ojos mientras extienden manos para recibir
su participación en el negocio, pero las instituciones no lo saben, o
permanecen ajenas, o consienten el latrocinio y lo orquestan dolosamente para
que todo pase como si no pasara.
Increíble que gigantescos aparatos mecánicos,
necesitados de grandes volúmenes de combustible y lubricantes, que requieren
personal especializado para su transporte y operación, se hagan invisibles a lo
hora de pasar por los puestos de control, y logren avanzar hasta remotas
regiones en que causan tanto daño y producen tanto dinero.
Si el Estado quisiera prevenir, controlar e
impedir la minería ilegal, no requeriría enormes recursos científicos, ni
grandes campamentos, ni costosas nóminas para lograrlo. Un selectos contingente
de observadores honestos podría detectar las máquinas que trabajan a plena luz
solar, en amplias zonas geográficas que llevan el agua de sus ríos totalmente
enlodada y revuelta sin que ninguna causa natural justifique semejante evidencia predatoria.
El alto gobierno nacional nos debe una
explicación lógica, no rebuscada ni amañada, que permita entender cómo ha sido
posible que más de doscientas cincuenta máquinas retroexcavadoras estén esculcando
las entrañas del empobrecido territorio caucano, en la selvática costa del
Pacífico, sin que ningún funcionario ponga freno a tan notoria explotación
ilegal de nuestros recursos.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, junio 15 de 2013