lunes, 27 de junio de 2016

El jardín de Lechuguino


Desde el bajo promontorio se asomó al horizonte y encontró el mundo invertido. Gatos, perros y ratones, en profanas jugarretas, armaron francachela en el jardín de Lechuguino.

 Entre la incertidumbre de soñar o estar despierto frotó sus ojos hasta los umbrales del dolor e intentó constatar que miraba equivocado. No pudo, la realidad se lo impidió. Era tanto el desbarate que avanzó confundido y se metió en el barrial aunque llovía a torrentes.

 Hinojos  y jazmines que aromaban allí no aparecieron. Del estanque se escaparon las pirañas y las aguas desbordadas sobre el prado anegaron los semilleros de violetas. El frío paralizó los cuerpos y la niebla aniquiló los pensamientos.

 Ninguno de sus loros respondió ante los clamores que elevaba sin consuelo. Son mandatos de Dios dijo entre dientes, pero miró hacia el cielo y presintió que hablaba sin cordura; fueran cosas de Dios -pensó mejor- se verían refulgir los colibríes, las abejas zumbarían en el panal, y habría alboroto en el rincón de las cigarras.

 La opacidad dominaba el paisaje,  en ese ambiente las aves no trinaban, su propia voz se ahogaba en el vacío.

Caminó sobre las ruinas del sendero y se atascó en el lodo. Intentó regresar pero no pudo.

 Largos se hicieron los días, las aguas pútridas comenzaron a hervir cuando asomaba el sol, y en las tardes interminables los bichos del pantano asistían al fétido banquete que las carnes de Lechuguino le regalaban a los buitres. De sus manos brotaron moscardones, de sus ojos gusanos, y humor sanguinolento de sus oídos necios.  Sentía su propio hedor y escozor de parásitos que le araban la piel. Entre remordimientos lúcidos y visiones enajenadas la acuciosa conciencia le restregaba el alma.

 Una noche de tantas, una noche cualquiera, sintió que sus entrañas estallaban, y vislumbró la miseria de sus huesos entre la oscura morbidez del cieno en que se hundían.

  No llegó  al cielo. Desde la grieta de estrecho acantilado que los vientos le dieron por refugio, impotente figura fantasmal presencia el infinito naufragio de sus ambiciones, y soporta el asedio de nuevos  caminantes que parados en la cima escupen y lapidan el espanto.

 Donde estaba el jardín todo se muere. Emplumados jardineros con ligeras palabras y extravagantes sortilegios increpan a las hienas que olfatean los escombros. No se escucha el rumor de los  arroyos  ni quedan trazas de cerezos en flor.

 En otro ángulo, viajeros sin destino se atropellan en pasillos interminables. Motores,  turbinas, altavoces  y melodías indefinidas resuenan en el aire; con ligeros equipajes niños y mujeres se abrazan mientras lloran;  rostros melancólicos se aplastan en los cristales de  balcones distantes; gritos, maldiciones, escaleras y manos que se aferran a la nada; soluciones esquivas, salvavidas inexistentes, cosas que ruedan,  ilusiones que se rompen, incertidumbre, desconsuelo.

Más allá, espacios ajenos, conminaciones angustiosas, listas de espera, ofrecimientos lentos, amenazas certeras, hombres amontonados en fábricas lejanas, abundancia de pasajes vencidos, fantásticos anhelos que disipan tristezas, pieles curtidas en otoños sombríos, pupilas profundas y resecas que nunca conocieron primaveras.

Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, 27.06.16