martes, 25 de septiembre de 2012

El abrazo del oso

 
 
Es tan sensible la paz, tan frágil ella y tan etérea, que a fuerza de abrazarla porque se la quiere, resulta fácil ahuyentarla porque se la maltrata.

Tanto y tantos manosean la paz, que asistimos ahora al absurdo sainete de unos pacificadores revolcándose en la violencia; una convivencia  bañada en sangre; una negociación sustentada en la mentira; y un desorden público institucionalizado, llámese marco legal para la paz, que sólo satisface  a quienes dinamitaron el Estado de Derecho.

A  gentes sencillas y humildes, a bonachones que por allí deambulan, a los conformes irredentos y  a  muchos ciudadanos ejemplares; a los de buena armazón moral pero endeble estructura ideológica; les vendieron una utopía plagada de vicios,  y con esa utopía como estandarte, mientras agitan el pendón blandengue de la paz, van propinando  golpes arteros con el oculto garrote de la impunidad.

En los últimos días nos convocan a esperanzada prudencia que más se asimila a conminación para callar.

Se molestan algunos porque otros no creemos, se incomodan muchos porque algunos dudamos, vociferan los de allá porque los de acá reclamamos, y hasta insultan los de más allá porque los de más acá opinamos en contrario.

Lo palpable es que el país se ofende ante la chusma que atropella con sus violencias, ante esos que ahora se proclaman víctimas; al ser nacional lo amenaza una mesnada parlanchina que pretende reparaciones en lugar de hacerlas; lo asedia una turba que quiere curules en lugar de celdas;  y lo engañan unos dialogantes perversos que mudan los vocablos de la tipología penal por palabras inanes, para defender, como si fueran conductas legítimas, graves ofensas  inferidas a los secuestrados, a los torturados, a los mutilados, a los forzosamente reclutados, a los asesinados  y a los desaparecidos.

Hay que mermarle de parte y parte. De parte de la guerrilla toca mermarle a la mendacidad, de parte del gobierno toca mermarle al ventorrillo de ilusiones y a la promoción de sueños.

Los seres humanos por naturaleza soñamos con la paz. Amañados estuvimos en la plácida ternura del útero materno hasta cuando nos extraditaron a esta luz que hoy es tiniebla. Desde entonces, itinerantes ilusos, integramos la quimérica vanguardia del retorno, sin sospechar siquiera que el retorno no existe.

A nosotros nos gusta la paz, claro está, la paz verdadera, la paz interior.  Y tratamos de llevarla en nosotros aunque se torne esquiva.  Y celebramos que nuestros conciudadanos, gente que piensa como  el común de las gentes, vivan su propia paz intensamente, porque la paz pública, la paz social, se percibe distante.

Dudamos de ese abrazo con que nos amenazan Timochenko y los suyos, porque nos puede estrangular, porque carece de justicia y de verdad.  Desconfiamos de esas manos ensangrentadas que nos tienden los terroristas, porque, en el mejor de los casos, lo que buscan es una transacción comercial, con ausencia de valor espiritual, para eludir la sanción que tienen merecida.

Eso sí, seguimos refugiados en el Estado de Derecho, para que nos garantice, como debe ser, nuestra vida, honra y bienes.

Miguel Antonio Velasco Cuevas

Popayán, 24.09.12