La inhabilidad fulminada por la justicia española contra el engominado Baltasar Garzón, y la pérdida definitiva de su cargo, abre necesario debate internacional sobre la prepotencia de
algunos funcionarios judiciales que, cautivados por las brumas del poder,
consideran que todos sus actos, incluidos los ofensivos de la legalidad, están a salvo de
sospechas y exentos de tachas.
Los mejores amigotes de Baltasar Garzón insultan a magistrados españoles
que lo hallaron culpable, argumentan que investigación y condena se le
aplicaron por ser un defensor de derechos
humanos, pero no analizan las violaciones ejecutadas por el reo, ni se detienen a pensar que la decisión
sancionatoria, aprobada por el Tribunal Supremo de España, lo fue por
unanimidad de sus integrantes.
El tema no es barato, como no lo es el personaje sancionado, pero, cosas de la vida, el temible juez, ampuloso protagonista de la
justicia espectáculo, para potenciar los
fulgores de su ego optó por atropellar derechos
y cercenar garantías procesales, tanto a
los investigados como a sus abogados defensores, dentro de un caso judicial por
corrupción y blanqueo de capitales, bien conocido como la trama Gurtel, que Garzón
instruyó.
El lamentable suceso desdibuja y controvierte la respetabilidad del sonoro
funcionario, y empaña la majestad de la justicia a nivel universal, pues el
condenado juez español juega importante papel en las burocráticas entrañas de
la Corte Penal Internacional.
Lo complicado no es que lo sancionen por incurrir en vulgares chuzadas a
las conversaciones telefónicas de unos presos
con sus abogados defensores, injustificable actitud violatoria del derecho a la
defensa y a las garantías procesales, sino que, otras conductas suyas, también investigadas y
pendientes de juicio, pueden ser tanto o
más graves que las chuzadas causantes de su expulsión.
Es muy probable que la acusación por prevaricato, al querer desenterrar, contra derecho, algunas
causas ya sepultadas mediante una ley de amnistía promulgada en 1977, y el corrupto comportamiento de recibir
dineros del Banco Santander, para hacer turismo académico, mientras era titular
de un juzgado de instrucción criminal,
también terminen en condena y consoliden su definitiva expulsión de la
judicatura.
Tanto va el cántaro al agua hasta que al fin se rompe. El juez de
marras, que asumió las funciones de inquisidor global, incurrió en tantos y tan
condenables despropósitos, que terminó confundido entre los intrincados
linderos de sus extendidas competencias y resulto autor de peores delitos que
los imputados a quienes lo denunciaron.
En síntesis, a un juez de semejante voltaje, tan implacable en sus pesquisas
y letal en sus afirmaciones, no puede
exigírsele menos que sumisión a éticos
principios y acatamiento a positivos ordenamientos, lo
elemental del derecho punitivo, como son la guarda del
secreto profesional que obliga a los
abogados de la defensa en todos los rincones del mundo, y que los operadores
judiciales deben respetar; la garantía de que las sentencias se
estructuren sobre pruebas legalmente recaudadas y oportunamente
allegadas al proceso; y la seguridad
jurídica que, en cualquier caso, debe rodear a quienes reciben los beneficios
de una amnistía constitucionalmente tramitada.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, 09.02.12