Burócratas
de la Cruz Roja Internacional piden normas que especifiquen a las víctimas de bandas
criminales como sujetos de asistencia y reparación oportuna.
Nos
hemos acostumbrado a recibir instrucciones pontificales de numerosos observadores,
asesores y contratistas extranjeros, quienes nos sindican de violar derechos humanos
mientras olvidan que todos los colombianos somos víctimas de los mismos narcoterroristas, delincuentes que en nada
cambian aunque cambien de rótulos.
A
esos consejeros internacionales se les ocurre que Colombia es la mama del
crimen, y que el poder legislativo debe idear
nuevas instituciones penales específicas ante cada evento delincuencial que
estremece a la sociedad, aunque se trate de sempiternas conductas punibles que
igual ocurren aquí o en el primer mundo.
Eso
de permanecer imaginando normas e incisos, para remediar las mismas infracciones criminales que a diario suceden, es solución mandada a
recoger.
Lo
que Colombia necesita para combatir el crimen organizado, con la colaboración incondicional
de la comunidad internacional, es
aplicar seria y rigurosamente la
legislación ya existente, sin negociar
ventajas para ningún grupo delictivo.
El
problema maestro es el bloqueo intencional a la correcta aplicación de normas
sustantivas y procesales vigentes, mas no la ausencia de leyes aplicables.
Se
estila, por ejemplo, otorgar escandalosas rebajas de penas a cambio de unas delaciones
y colaboraciones pichicatas que poco descubren y nada esclarecen. Pues semejante
mecanismo, legal sí pero utilizado sin
ética ni provecho social alguno, termina
potenciando torcidas componendas probatorias que se orientan a lograr los descuentos
punitivos pero no a dilucidar la verdad ni hacer justicia.
Esos
montajes siempre aprovechan laxas costumbres morales de funcionarios indeseables que con dolo
concurren a tumbar procesos y programar prescripciones.
Normas
no faltan, lo que falta es poner a funcionar
bien las existentes, purgar el aparato operativo de la justicia, impedir el premeditado archivo de
investigaciones, evitar que desde las instancias judiciales se patrocine el
crimen, y cerrarle puertas a vivarachas fundaciones que mañosamente esquilman a
las víctimas y las obligan, mediante ventas forzadas, a recibir motocicletas y electrodomésticos
como indemnización.
La
buena práctica de una política criminal dirigida a sancionar por parejo a
quienes incurran en violaciones secularmente tipificadas como delitos, y el
acompañamiento permanente por parte de entes disciplinarios que en esta tierra
abundan, harían innecesaria esa
compulsión reglamentaria que funcionarios extranjeros aconsejan.
Excesiva
normatividad incongruente unas veces y otras
contradictoria, sólo sirve para establecer
nichos de impunidad que los transgresores aprovechan a su amaño.
A
nada conduce la acuciosa categorización y estratificación de víctimas en un
país asediado de manera general por iguales factores de violencia.
Esas
clasificaciones artificiosas, que
pretenden diferenciar la intensidad del dolor y la entidad del daño porque el victimario
es paramilitar, guerrillero, narcotraficante o bandido emergente, simplemente dilatan la
oportuna reparación a las víctimas del mismo conflicto.
La
manía clasificadora de criminalistas y de organismos empeñados en brillar como protectores de derechos humanos, antes que promover
reparaciones eficaces, induce a pretermitir instrumentos legales idóneos para contrarrestar el auge de asociaciones criminales
que transforman el aviso publicitario cuando el Estado de derecho las
arrincona.
Miguel
Antonio Velasco Cuevas
Popayán,
abril de 2013