Atardecía y no destellaba ninguna estrella.
Sobre el paño gastado y sucio el adivino destapó la primera carta que ocultaba el augurio
inmediato, a continuación aleteó las manos artríticas sobre el resto de la
baraja repartida en varios arrumes inescrutables.
Es mi obligación dijo, leer el destino en el
orden marcado por él, ninguna variante se permite, las reglas del oficio
adivinatorio son así y nada las modifica, no es propicio torcer la posición de la figura, ni puedo guardar silencio
sobre el significado del criptograma desplegado frente a usted …
Calló el adivino para rescatar la atención del
perplejo consultante.
El recinto apestaba. Tenues oleadas de aire caliente pretendían arrinconar
el cortinaje pesado y húmedo que cubría
los paredones salitrosos, los humos ocultos de algún vegetal que el fuego
achicharraba en el vecindario se
mezclaban con disímiles aromas orientales. La mezcla incompatible de esencias
naturales y ambientadores embotellados acribillaba los sentidos.
Arden mis ojos, zumban mis oídos, duelen mis
sienes, tiemblan mis manos, voy a defecar. El hombrecito sentado ante el
oráculo tartamudeó y quiso abandonar la butaca pero ya no alcanzó. La fetidez
desconcertó al cartomántico que sin ningún disimulo abandonó el cubículo.
Unas botijas plenas de líquidos turbios y otras vacías ya, cuidadosamente enfiladas en
el escaparte lateral, amenazaban
desplomarse sobre la mesa hospitalaria en que el disparatado paciente forcejeaba
para evitar que lo lavaran. Atado de muñecas y tobillos a las cuatro esquinas
del artefacto rectangular que lo soportaba, intentaba sentarse cada vez que el
enfermero le raspaba las nalgas y el escroto con un estropajo perfumado.
Los rayos solares herían sus retinas, las pupilas
en exceso dilatadas acusaban el efecto tranquilizante de drogas que tragaba
forzado, mientras el enfermero le tapaba los orificios nasales con la misma toallita
de secarse las axilas y sacudir los botines.
Palabras sueltas, voces incomprensibles,
gestos, gorgoteos y quietud. A su gusto el enfermero le reemplazó las ataduras y lo embutió en los calzoncillos
a cuadros que la mujer le había dejado en la portería del sanatorio.
Meses pasaron sin que el terapeuta pudiera
dialogar con el paciente psiquiátrico. El folio clínico se reducía a
observaciones periódicas y apreciaciones contradictorias que imposibilitaban el
dictamen necesario para darle el alta.
En las mañanas lo sacaban al huerto de frutales
para observar sus reacciones ante lo dulce y lo ácido, en la tarde lo ponían a pedalear
la cicla estática; por las noches, si lo necesitaban despierto, le punzaban los
glúteos con jeringazos de agua destilada, si no, le suministraban una recarga barbitúrica para que
durmiera y dejara dormir.
Casi al finalizar el tratamiento le permitieron la visita de un extravagante herbolario que
frecuentemente había solicitado verlo para darle un mensaje.
Con los párpados embadurnados de negruzco
cosmético, repantigado en la butaca, reconoció al cartomántico que le susurraba:
… no puedo guardar silencio sobre el
significado … la primera carta representa la locura …
Desde entonces el paciente apesta, atado de
muñecas y tobillos a la butaca, y ya ni la familia se le quiere arrimar.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, mayo de 2013