domingo, 26 de mayo de 2013

Nostradamus




 Atardecía y no destellaba ninguna estrella. Sobre el paño gastado y sucio el adivino  destapó la primera carta que ocultaba el augurio inmediato, a continuación aleteó las manos artríticas sobre el resto de la baraja repartida en varios arrumes inescrutables.

 Es mi obligación dijo, leer el destino en el orden marcado por él, ninguna variante se permite, las reglas del oficio adivinatorio son así y nada las modifica, no es propicio torcer  la posición de la figura, ni puedo guardar silencio sobre el significado del criptograma desplegado frente a usted …

 Calló el adivino para rescatar la atención del perplejo consultante.

 El recinto apestaba. Tenues  oleadas de aire caliente pretendían arrinconar el cortinaje pesado y húmedo que  cubría los paredones salitrosos, los humos ocultos de algún vegetal que el fuego achicharraba en el vecindario  se mezclaban con disímiles aromas orientales. La mezcla incompatible de esencias naturales y ambientadores embotellados acribillaba los sentidos.

 Arden mis ojos, zumban mis oídos, duelen mis sienes, tiemblan mis manos, voy a defecar. El hombrecito sentado ante el oráculo tartamudeó y quiso abandonar la butaca pero ya no alcanzó. La fetidez desconcertó al cartomántico que sin ningún disimulo abandonó el cubículo.

 Unas botijas plenas de líquidos turbios y  otras vacías ya, cuidadosamente enfiladas en el escaparte lateral,  amenazaban desplomarse sobre la mesa hospitalaria en que el disparatado paciente forcejeaba para evitar que lo lavaran. Atado de muñecas y tobillos a las cuatro esquinas del artefacto rectangular que lo soportaba, intentaba sentarse cada vez que el enfermero le raspaba las nalgas y el escroto con un estropajo perfumado.   

 Los rayos solares herían sus retinas, las pupilas en exceso dilatadas acusaban el efecto tranquilizante de drogas que tragaba forzado, mientras el enfermero le tapaba los orificios nasales con la misma toallita de secarse las axilas y sacudir los botines.

 Palabras sueltas, voces incomprensibles, gestos, gorgoteos y quietud. A su gusto el enfermero le  reemplazó las ataduras y lo embutió en los calzoncillos a cuadros que la mujer le había dejado en la portería del sanatorio.

 Meses pasaron sin que el terapeuta pudiera dialogar con el paciente psiquiátrico. El folio clínico se reducía a observaciones periódicas y apreciaciones contradictorias que imposibilitaban el dictamen necesario para darle el alta.

 En las mañanas lo sacaban al huerto de frutales para observar sus reacciones ante lo dulce y lo ácido, en la tarde lo ponían a pedalear la cicla estática; por las noches, si lo necesitaban despierto, le punzaban los glúteos con jeringazos de agua destilada, si no, le  suministraban una recarga barbitúrica para que durmiera y dejara dormir.

 Casi al finalizar el  tratamiento le permitieron  la visita de un extravagante herbolario que frecuentemente había solicitado verlo para darle un mensaje.

 Con los párpados embadurnados de negruzco cosmético, repantigado en la butaca, reconoció al cartomántico que le susurraba:  … no puedo guardar silencio sobre el significado  …  la primera carta representa la locura …

 Desde entonces el paciente apesta, atado de muñecas y tobillos a la butaca, y ya ni la familia se le quiere arrimar.

Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, mayo de 2013