Cien días de noches largas y refrigerios cortos le parecían suficientes para borrar pecados mortales y veniales, incluidos los que pudiera cometer en tiempo de Pasión, aunque ella, provocadora de pasiones, aún no registraba desenfrenos en el nuevo calendario.
Sucesos inexplicables impedían el arribo de noctámbulos en celo, aunque
rollizos paseantes de cabezas rapadas, acaso sin mirar o cual si no miraran,
casi incrustados en grietas y hendiduras del callejón, o como izados sobre el
rompeolas, empezaban a confundírsele con las palmeras del litoral entre retozos
del viento.
Sacudió
la cabellera, murmuró una oración y quiso convencerse de su cabal estado de
conciencia.
Ya
en anteriores carestías tanto el estómago como la imaginación le habían advertido
que los castigos celestiales conducen primero
al manicomio, antes que al cementerio,
pero nunca llegó a sentir la confusión que ahora le hacía ver homínidas palmeras
caminantes.
Sonrió
al sospechar que las abstinencias producen alucinaciones y, en un dejo de
lucidez, probó el arroz blanco salpicado con salsa de tomate, y las inefables gotas de limón con que aderezaba
los alimentos para contrarrestar la
amigdalitis y otras dolencias profesionales
de vergonzosa memoria.
Esa
noche tampoco fue su noche, como no lo fueron las anteriores y, con las brisas del amanecer talladas contra el
pecho, deseó caminar sobre la arena virgen en trance de descifrar su destino.
En
el camino a casa destruyó con sus pasos famélicos las
profundas huellas que la bestia dejaba marcadas en la frescura mañanera de la playa. La arena no era virgen.
Ya
por la tarde, como bola de fuego que amenazaba sumergirse en las difusas olas del
horizonte, el sol caribe acarició impúdico las aéreas siluetas del puerto en
colorido rito de claroscuros marineros, e impartió el guiño que habilita complicidades
entre los amos de la nocturnidad.
Millares
de esqueletos y residuos calcáreos crujieron y callaron bajo el peso infinito
del pomposo aparato que filtraba sus brillos por la raída trama de la cretona
roja. Los ojos y las manos suplieron el
lenguaje. Destellos de marfil entre los labios sellaron el convenio.
Gigantescos
atletas de anteojos se relevaron en fila rutinaria, mudos pasajeros que blandieron
como puñales los afilados dedos de sus manos danzantes, y en exquisitos gestos
de mágica factura calaron el cubilete hasta la raíz de las orejas para entrar
como máquinas en la entraña sensible.
Después
de eso, en las mañanas frescas y en la noches insomnes, en la vigilia eterna de los
enajenados, centenares de estrellas
rutilantes punzan en las paredes de su abdomen vacío, mientras mira el arroz
blanco salpicado con salsa de tomate, y
las inefables gotas de limón con las que le aderezan el plato fuerte a las
mujeres del manicomio y sirven para matar bacterias allá en el saloncillo.
Miguel
Antonio Velasco Cuevas
Popayán,
abril de 2012