lunes, 23 de abril de 2012

La bestia

En la profunda madrugada ella ocultó el bostezo cuando tapó su boca con la emblemática cretona roja que facilita y disimula el ingreso al saloncillo. Desde la penumbra sus ojos escrutaron el reducido ángulo visual cercenado de tajo por las aristas de la muralla callejera.

Cien días de noches largas y refrigerios cortos le parecían suficientes para borrar pecados  mortales y veniales, incluidos los que pudiera cometer en tiempo de Pasión, aunque ella, provocadora de pasiones, aún no registraba desenfrenos en el nuevo calendario.

Sucesos  inexplicables  impedían el arribo de noctámbulos en celo, aunque rollizos paseantes de cabezas rapadas, acaso sin mirar o cual si no miraran, casi incrustados en grietas y hendiduras del callejón, o como izados sobre el rompeolas, empezaban a confundírsele con las palmeras del litoral entre retozos del viento.

Sacudió la cabellera, murmuró una oración y quiso convencerse de su cabal estado de conciencia.

Ya en anteriores carestías tanto el estómago como la imaginación le habían advertido  que los castigos celestiales conducen primero al  manicomio, antes que al cementerio, pero nunca llegó a sentir la confusión que ahora le hacía ver homínidas palmeras caminantes.

Sonrió al sospechar que las abstinencias producen alucinaciones y, en un dejo de lucidez, probó el arroz blanco salpicado con salsa de tomate, y  las inefables gotas de limón con que aderezaba los alimentos para contrarrestar  la amigdalitis  y otras dolencias profesionales de vergonzosa memoria.

Esa noche tampoco fue su noche, como no lo fueron las anteriores y,  con las brisas del amanecer talladas contra el pecho, deseó caminar sobre la arena virgen en trance de descifrar su destino.

En  el camino a casa  destruyó con sus pasos famélicos las profundas huellas que la bestia dejaba marcadas en la frescura  mañanera de la playa. La arena no era virgen.

Ya por la tarde, como bola de fuego que amenazaba sumergirse en las difusas olas del horizonte, el sol caribe acarició impúdico las aéreas siluetas del puerto en colorido rito de claroscuros marineros, e impartió el guiño que habilita complicidades entre los amos de la  nocturnidad.

Millares de esqueletos y residuos calcáreos crujieron y callaron bajo el peso infinito del pomposo aparato que filtraba sus brillos por la raída trama de la cretona roja. Los ojos y las manos  suplieron el lenguaje. Destellos de marfil entre los labios sellaron el convenio.

Gigantescos atletas de anteojos se relevaron en fila rutinaria, mudos pasajeros que blandieron como puñales los afilados dedos de sus manos danzantes, y en exquisitos gestos de mágica factura calaron el cubilete hasta la raíz de las orejas para entrar como máquinas en la entraña sensible.

Después de eso, en las mañanas frescas y en la noches  insomnes, en la vigilia eterna de los enajenados,  centenares de estrellas rutilantes punzan en las paredes de su abdomen vacío, mientras mira el arroz blanco salpicado con salsa de tomate,   y las inefables gotas de limón con las que le aderezan el plato fuerte a las mujeres del manicomio y sirven para matar bacterias allá en el saloncillo.

Miguel Antonio Velasco Cuevas

Popayán, abril de 2012