jueves, 25 de agosto de 2011

Para derrotar la corrupción



Los figurones de la política, a fuerza de cinismo, han logrado tergiversar el significado histórico de esa actividad que por siglos fue entendida como el arte de manejar bien lo público, el presupuesto, los servicios, la educación, las obras, los contratos, la salud, la beneficencia, y todos aquellos conceptos esencialmente sociales y comunitarios en que debe apuntalarse  la diaria  convivencia dentro de grupos civilizados.

Lástima causa saber que muchos aspirantes a investiduras de representación popular, desviados por los brillos de esa abstracción denominada poder, y en errados actos de suficiencia que desbordan los derroteros del marco constitucional, antes que diseñar estrategias legales y métodos administrativos nutridos por la excelencia de la gestión en pro del bien común, se obstinan en armar pérfidas camarillas antisociales encaminadas al expolio de los humildes y necesitados.

Hoy, con censurable desparpajo, hay campañas que rebuscan el voto ciudadano sin  articular compromisos altruistas que impliquen mejoras colectivas para superar  notorias deficiencias en la inversión social,  simplemente negocian con ávidos promotores electorales no sólo la malsana entrega de concretas parcelas administrativas, en las que se diluyen jugosas  partidas del tesoro, sino también incondicionales respaldos a futuras campañas de sucesión para reciclarse en el mando.

Claro que la responsabilidad de tan indebidos comportamientos no es exclusiva de quienes se enquistan en la truculencia electorera para lucrarse y perpetuarse en la partija. También los ciudadanos corrientes, por indiferencia, apatía o silencio, cargaremos con el gravoso estigma de la corrupción, si es que no resolvemos limpiar de tajo y para siempre  los manchados procesos de elección que ahora se estilan.

Algunos estudiosos de esa temática, en quienes debe presumirse buena fe, aconsejan la abstención como remedio, por considerarla castigo y desquite o mecanismo de protesta contra las prácticas impuras del ejercicio democrático.

Pero acontece que la abstención lejos de remediar el mal termina acrecentándolo, porque los artífices de las componendas arrastran votos amarrados que pesan y se contabilizan, mientras que el abstencionismo sencillamente está por fuera de la sumatoria electoral que define cargos y curules.

Ahora que el menú está servido, cuando pocos son los candidatos calificados para merecer nuestra confianza y apoyo, emerge fortalecida y se reafirma la posibilidad constitucional de acudir al voto en blanco para propiciar la repetición de la votación y, por ese camino, depurar instituciones y corporaciones públicas invadidas por indeseables.

Técnica y constitucionalmente el voto en blanco sí es cuantificable, por lo que se diferencia de esa condición amorfa e indescifrable que tradicionalmente ha caracterizado a la abstención.

La  naturaleza constitucional  del voto en blanco, cuyos efectos señala el artículo 258 de la Carta Política de Colombia, nos ofrece solución que cuenta y suma en las matemáticas electorales, porque reconoce la fuerza decisoria de mayorías triunfantes que derrotan las aspiraciones de ciertos malos candidatos inscritos para unas elecciones específicas.

Es posible repetir la votación, en nuevas elecciones con candidatos distintos, si votamos mayoritariamente en blanco para derrotar listas y candidatos actuales que no nos convencen ni convienen.

Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, 24.08.11