Indiscutiblemente es esa vitalidad de un
pueblo que no se rinde ante la corrupción gubernamental, ni ante la violencia generada
por mafias narcotraficantes, ni ante miserables inequidades que supuran en las
favelas. Es esa admirable resiliencia carioca la que permite presenciar el
fastuoso espectáculo de Rio, una urbe magníficamente inundada de color para notificarle
al universo mundo que cada vez se puede ser más fuerte, saltar más alto y llegar
más lejos.
Imposible no dedicarle una cuartilla a
semejante derroche tecnológico, artístico y profundamente humano que deja múltiples
mensajes encriptados, como para que los semiólogos del futuro hagan derroche de
interpretaciones y lecturas, como para que desentrañen la magia de las luces y
las formas, la seductora sincronía de
los sonidos y las voces, la complaciente
sutilidad de guiños y movimientos, pues que todo ello constituye un reto
semiótico, una invitación a descifrar enigmas bajo el pulcro impulso de esas esferas
electromecánicas paradójicamente perfeccionadas para marcar el instante en que
se rompen marcas.
De necios sería silenciar merecidos elogios a tan
inmenso tributo a la vida y a la naturaleza, a la capacidad lúdica de los
brasileros, al sentido de responsabilidad popular y a la disciplina ciudadana.
Impresionante el potencial cívico para entregarse a ese trabajo de voluntarios en
que se soporta la organización, la inauguración, el desarrollo y el éxito de estos
Juegos Olímpicos.
Fijadas para siempre en la retina de los
testigos presenciales, y de los cómodos televidentes, las maravillosas escenas
del grandioso episodio inaugural se convierten en inagotable fuente de
recordación. “Saudade” quizá, porque nunca se volverá a repetir lo que allí se
hizo.
La desbordante coquetería de las morenazas que
pedaleaban al frente de cada delegación; la ingenua solemnidad de los niños
discapacitados y de los niños diferentes que con otros infantes pletóricos de
salud y futuro portaban los significativos retoños de la diversidad biológica; el
indescriptible optimismo de los competidores; el pegajoso jolgorio de los
músicos que escoltaban a los deportistas; la deslumbrante secuencia de
bailarinas y escuelas de samba; el imperturbable taconeo de la bella mujer que
cruzó el Maracaná infinito para recordar el donaire y los destellos de la “Chica
de Ipanema”; y esa vertiginosidad rítmica del niño negro que agotó sus artes,
sobre una tarima blanca, como para significar que allí, en ese templo del futbol,
y en todas las arenas de la competición olímpica, la única huella dura y pura que convence y
vence es la que se marca de manera impecable sin el sucio aliento de
substancias estimulantes; todas esas muestras de armonía, solidaridad,
convivencia, paciencia y resistencia nos
dejaron tatuado el corazón y felizmente remozado el cerebro.
Y el esplendoroso pebetero en que se aviva la
llama ceremonial de la inmortal Olimpia,
con su incesante florescencia giratoria y sus dinámicas contorsiones flamígeras,
es otro símbolo y otra seña inconfundible de que la vida sigue.
Pitazo final uno: la falta que hizo el
indiscutible rey Pelé.
Pitazo final dos: el aplauso olímpico que hoy 6
de agosto merece mi mujer por soportarme durante 45 años.
Miguel
Antonio Velasco Cuevas
Popayán,
06.08.16