sábado, 6 de agosto de 2016

Lo mejor del mundo




 Indiscutiblemente es esa vitalidad de un pueblo que no se rinde ante la corrupción gubernamental, ni ante la violencia generada por mafias narcotraficantes, ni ante miserables inequidades que supuran en las favelas. Es esa admirable resiliencia carioca la que permite presenciar el fastuoso espectáculo de Rio, una urbe magníficamente inundada de color para notificarle al universo mundo que cada vez se puede ser más fuerte, saltar más alto y llegar más lejos.

 Imposible no dedicarle una cuartilla a semejante derroche tecnológico, artístico y profundamente humano que deja múltiples mensajes encriptados, como para que los semiólogos del futuro hagan derroche de interpretaciones y lecturas, como para que desentrañen la magia de las luces y las formas,  la seductora sincronía de los sonidos y las voces,  la complaciente sutilidad de guiños y movimientos, pues que todo ello constituye un reto semiótico, una invitación a descifrar enigmas bajo el pulcro impulso de esas esferas electromecánicas paradójicamente perfeccionadas para marcar el instante en que se rompen marcas.

 De necios sería silenciar merecidos elogios a tan inmenso tributo a la vida y a la naturaleza, a la capacidad lúdica de los brasileros, al sentido de responsabilidad popular y a la disciplina ciudadana. Impresionante el potencial cívico para entregarse a ese trabajo de voluntarios en que se soporta la organización, la inauguración, el desarrollo y el éxito de estos Juegos Olímpicos.

 Fijadas para siempre en la retina de los testigos presenciales, y de los cómodos televidentes, las maravillosas escenas del grandioso episodio inaugural se convierten en inagotable fuente de recordación. “Saudade” quizá, porque nunca se volverá a repetir lo que allí se hizo.

 La desbordante coquetería de las morenazas que pedaleaban al frente de cada delegación; la ingenua solemnidad de los niños discapacitados y de los niños diferentes que con otros infantes pletóricos de salud y futuro portaban los significativos retoños de la diversidad biológica; el indescriptible optimismo de los competidores; el pegajoso jolgorio de los músicos que escoltaban a los deportistas; la deslumbrante secuencia de bailarinas y escuelas de samba; el imperturbable taconeo de la bella mujer que cruzó el Maracaná infinito para recordar el donaire y los destellos de la “Chica de Ipanema”; y esa vertiginosidad rítmica del niño negro que agotó sus artes, sobre una tarima blanca, como para significar que allí, en ese templo del futbol, y en todas las arenas de la competición olímpica,  la única huella dura y pura que convence y vence es la que se marca de manera impecable sin el sucio aliento de substancias estimulantes; todas esas muestras de armonía, solidaridad, convivencia, paciencia y resistencia  nos dejaron tatuado el corazón y felizmente remozado el cerebro.

 Y el esplendoroso pebetero en que se aviva la llama ceremonial de la  inmortal Olimpia, con su incesante florescencia giratoria y sus dinámicas contorsiones flamígeras, es otro símbolo y otra seña inconfundible de que la vida sigue.

 Pitazo final uno: la falta que hizo el indiscutible rey Pelé.

 Pitazo final dos: el aplauso olímpico que hoy 6 de agosto merece mi mujer por soportarme durante 45 años.


Miguel Antonio Velasco Cuevas

Popayán, 06.08.16