domingo, 7 de junio de 2015

La pura verdad




 Se le dijo a Colombia que, en poco tiempo, se firmaría una paz estable y duradera. Obviamente se faltó a la verdad, pero, cuando escriban la historia que piensan escribir, no recordarán esa mentira, y tampoco recordarán la traición que la gestó.

 De enemigos nos gradúan a quienes desconfiamos de esos acuerdos que intentan imponer una verdad que no lo es. Siempre hemos argumentado que los ilegales nunca dejan de serlo, que ellos jamás se pasan a las filas de la legalidad porque son incapaces de reconocer la verdadera verdad, y nuestro argumento permanece incólume.

 Claro que en ocasiones, por la enormidad de su cinismo, terminan recordando sus atrocidades pero para maquillarlas o tratar de justificarlas con razones que ofenden. Dicen entonces que las víctimas son ellos, que los asesinatos cometidos fueron lamentables accidentes, que los secuestros agotados fueron simples retenciones, que no son narcotraficantes ni terroristas, aunque en la extensa geografía nacional florezca la marca de sus plantaciones ilícitas, y subsistan las huellas de sanguinarias demoliciones con dinamita.

 A diario se evidencia que no dicen la verdad, esa verdad que todos conocemos porque nos hiere y nos duele, pero buscan y acuerdan redactarla a su manera, sin detenerse a pensar que los términos de la verdad no se pueden convenir entre partes confrontadas. Una verdad concertada deja de ser verdad. Si acaso lograrán prosaicas caricaturas de la revolución que no lograron, de la liberación que nunca fueron, y del respaldo popular que no pudieron conquistar. Proyectarán la imagen total de su fracaso.

 Como la verdad es la verdad, lógicamente no muere, lograrán ocultarla por un tiempo o disfrazarla u omitirla, y hasta burlarla momentáneamente, pero no desaparecerla como lo hicieron con sus víctimas.

 En Colombia, aunque Tribunales y Cortes no las crean, las verdades atropellan y laceran, están allí, se palpan, se saborean, se sufren, se soportan y se dejan así, sin condenarlas.  Porque nuestras  grandes verdades son crímenes  sucios e impunes que pesarán para siempre en la conciencia nacional.

 Las pavorosas postales de la infamia les mostrarán a nuestros descendientes la estirpe criminal de quienes consintieron "la catedral"  de Pablo Escobar; de los que financiaron la campaña presidencial de Ernesto Samper y lo eligieron, y  de quienes lo defendieron y absolvieron; de todos los que, desde las entrañas del régimen,  fraguaron el magnicidio de Álvaro Gómez Hurtado;  y fundamentalmente de quienes idearon y ejecutaron las bárbaras masacres de Machuca, Bojayá, el Nogal, el cerro Tokio y la base militar  de Patascoy, entre muchas otras.

 De la memoria histórica nunca  podrán borrar la imagen triste de unos seres humanos atrapados en jaulas erizadas de púas; ni de miles de niños mutilados por cargas explosivas; ni de soldados y policías ametrallados a mansalva; de acueductos y oleoductos reventados con pólvora, de torres y puentes derribados; de periodistas, maestros, fiscales y jueces asesinados por cumplir con el deber.

 Como testigo y  víctima de semejantes horrores, escribo esta columna para recordarles la verdad verdadera a quienes reciban el encargo de adornar el inconcluso genocidio de colombianos inocentes.

Miguel Antonio Velasco Cuevas

Popayán, 07.06.15