Se le dijo a Colombia que, en poco tiempo, se
firmaría una paz estable y duradera. Obviamente se faltó a la verdad, pero,
cuando escriban la historia que piensan escribir, no recordarán esa mentira, y
tampoco recordarán la traición que la gestó.
De enemigos nos gradúan a quienes desconfiamos
de esos acuerdos que intentan imponer una verdad que no lo es. Siempre hemos
argumentado que los ilegales nunca dejan de serlo, que ellos jamás se pasan a las
filas de la legalidad porque son incapaces de reconocer la verdadera verdad, y nuestro
argumento permanece incólume.
Claro que en ocasiones, por la enormidad de su
cinismo, terminan recordando sus atrocidades pero para maquillarlas o tratar de
justificarlas con razones que ofenden. Dicen entonces que las víctimas son
ellos, que los asesinatos cometidos fueron lamentables accidentes, que los
secuestros agotados fueron simples retenciones, que no son narcotraficantes ni
terroristas, aunque en la extensa geografía nacional florezca la marca de sus
plantaciones ilícitas, y subsistan las huellas de sanguinarias demoliciones con
dinamita.
A diario se evidencia que no dicen la verdad,
esa verdad que todos conocemos porque nos hiere y nos duele, pero buscan y acuerdan
redactarla a su manera, sin detenerse a pensar que los términos de la verdad no
se pueden convenir entre partes confrontadas. Una verdad concertada deja de ser
verdad. Si acaso lograrán prosaicas caricaturas de la revolución que no
lograron, de la liberación que nunca fueron, y del respaldo popular que no
pudieron conquistar. Proyectarán la imagen total de su fracaso.
Como la verdad es la verdad, lógicamente no muere,
lograrán ocultarla por un tiempo o disfrazarla u omitirla, y hasta burlarla
momentáneamente, pero no desaparecerla como lo hicieron con sus víctimas.
En Colombia, aunque Tribunales y Cortes no las
crean, las verdades atropellan y laceran, están allí, se palpan, se saborean,
se sufren, se soportan y se dejan así, sin condenarlas. Porque nuestras grandes verdades son crímenes sucios e impunes que pesarán para siempre en
la conciencia nacional.
Las pavorosas postales de la infamia les
mostrarán a nuestros descendientes la estirpe criminal de quienes consintieron "la
catedral" de Pablo Escobar; de los
que financiaron la campaña presidencial de Ernesto Samper y lo eligieron, y de quienes lo defendieron y absolvieron; de
todos los que, desde las entrañas del régimen, fraguaron el magnicidio de Álvaro Gómez
Hurtado; y fundamentalmente de quienes
idearon y ejecutaron las bárbaras masacres de Machuca, Bojayá, el Nogal, el
cerro Tokio y la base militar de Patascoy,
entre muchas otras.
De la memoria histórica nunca podrán borrar la imagen triste de unos seres
humanos atrapados en jaulas erizadas de púas; ni de miles de niños mutilados
por cargas explosivas; ni de soldados y policías ametrallados a mansalva; de
acueductos y oleoductos reventados con pólvora, de torres y puentes derribados;
de periodistas, maestros, fiscales y jueces asesinados por cumplir con el
deber.
Como testigo y víctima de semejantes horrores, escribo esta
columna para recordarles la verdad verdadera a quienes reciban el encargo de adornar
el inconcluso genocidio de colombianos inocentes.
Miguel Antonio Velasco
Cuevas
Popayán, 07.06.15