Es tiempo de tomar conciencia sobre lo que
pasa con las instituciones nacionales, y tomar acciones que ningún pueblo debe
postergar.
Quienes den una buena hojeada, incluso simple
ojeada -pues distintas son una y otra-, a los primeros capítulos de “Los orígenes del
orden político” (Editorial Planeta, Colombia, 2016), obra reciente de Francis
Fukuyama, encontrarán punzantes temas de preocupación frente al devenir político
del hemisferio occidental, dentro de un panorama universal de percepciones que
necesariamente incluyen a Colombia.
Al paso de la lectura se constata que estamos
inmersos en el puro proceso de “involución democrática” comentado en el texto, caracterizado
por claro retorno al autoritarismo, sensible erosión de las instituciones y
recorte de libertades. Análisis soportado en estudios de la organización Freedom
House que elabora mediciones cuantitativas sobre derechos civiles y políticos en el mundo.
Se dice allí que tras leve oleaje de
democratización, como resultado de que millones de ciudadanos pasivos se
organizaron y comenzaron a participar en la vida política de sus comunidades a
partir de la década de 1990, pues tristemente vino a suceder que al comenzar el
siglo XXI también comenzaron las pérdidas de beneficios democráticos, cita el
autor los lamentables casos de Rusia, Venezuela e Irán, donde se desmantelaron
las instituciones mediante manipulación de elecciones, control de televisión y
prensa, y persecución a los movimientos opositores. Justamente lo que hoy se
percibe en Colombia.
Enseña Fukuyama que la democracia liberal debe funcionar en torno a “… una compleja serie de instituciones que restringen y regulan el ejercicio del poder mediante la ley y un sistema de mecanismos de control y equilibrio de poderes”.
En abierta contraposición a tal planteamiento,
la actualidad política colombiana muestra características evidentemente
antidemocráticas, puesto que a cambio de plantearle justas limitaciones al
Ejecutivo, como debiera ser, tanto el Legislativo como el Jurisdiccional se han
coaligado para defender privilegios
particulares y desusadas tendencias ideológicas, que impiden reformas
estructurales necesarias para el fortalecimiento de la soberanía popular plena
y consiguiente predominio de la Constitución Nacional.
Aquí nada ni nadie limita al Presidente y en
cambio sí se le otorgan, por parte del Congreso, absurdas facultades dictatoriales, mediante
aprobación de leyes habilitantes que la
Corte Constitucional avala sin cortapisas.
Se dice en la obra citada que, después de la caída
del muro de Berlín, se asumió que todos los países transitaban hacia la
democracia, pero que “ … ese paradigma de transición era una suposición
injustificada y que muchas élites autoritarias (-la mafiosa alianza colombiana es una-) no
tenían ningún interés en poner en práctica instituciones democráticas que
diluyesen su poder.”
En cuanto a riesgos y peligros sí que nos
dibuja como somos, y como estamos, pues asegura el politólogo que “En Colombia,
México y El Salvador, el crimen organizado amenaza al propio Estado y a sus
instituciones básicas, y la incapacidad de abordar eficazmente esos problemas
ha socavado la legitimidad de la democracia.”
Conste por hoy que semejantes cosas no las
dicen ni el uribismo ni el Procurador Ordóñez, las dice un gurú de la historia
contemporánea.
Miguel
Antonio Velasco Cuevas
Popayán,
31.07.16