Hubo en Colombia en la primera década del
siglo XXI unos ciertos fulgores de orden y tranquilidad, fundamentados en la política seria,
laboriosa y coherente del doctor Álvaro Uribe Vélez, gobernante que con temperamental firmeza solucionaba
elementales urgencias de comunidades históricamente abandonadas, o combatía brutales
embestidas del narcoterrorismo y
rechazaba mandobles de un vecindario confabulado con la criminalidad
internacional.
Fue clara
temporada de optimismo y tiempo de florecimiento empresarial, época de verídica seguridad en muchas carreteras y regiones antiguamente castigadas por la
violencia y la anarquía, breve espacio de esperanza para la convivencia nacional.
Pero llegó el relevo y fenecieron las ilusiones.
En pocas semanas esas inocultables conquistas sucumbieron entre una mezcolanza de
desgobierno y complicidad con el enemigo,
el orden público retrocedió y la vida cotidiana resultó entorpecida por el
resurgimiento de grotescas alteraciones que el presidente Santos ha consentido.
Al ritmo de unos diálogos mañosos regresaron
los incendiarios a los caminos, y dinamiteros profesionales conculcan derechos
inalienables de poblaciones pacíficas que
estupefactas y acobardadas sufren el reblandecimiento de las instituciones.
Las gentes del agro, sencillamente porque carecen
de esa perniciosa capacidad dañina desplegada por sus verdugos, entre el temor y la resignación soló aciertan
a refugiarse en sus parcelas a esperar las ordenes conminatorias, las boletas extorsivas
o el plomazo letal.
En los campos del departamento del Cauca es
así, como en los del país entero, allí las victimas silentes, sin protección estatal,
soportan atropellos contra sus convicciones personales y valores ancestrales.
Es bajo la
presión ejercida por los nuevos ricos de la coca y el oro que esos
campesinos participan en costosas movilizaciones, y exponen su integridad en la
vanguardia de unas batallas campales aupadas por los patrones del crimen.
La crisis de autoridad del Presidente de la
República y sus ministros ha permitido que los delincuentes mantengan posiciones
violentamente conquistadas, en extensos territorios rurales, donde mandan como
amos e implantan modernas variantes de esclavitud.
Entre tanto, con ínfulas de legisladores, los
cínicos autores intelectuales de tantos desenfrenos engolosinan los tímpanos de
la alta burocracia estatal, ajena siempre a las adversidades del pueblo, y deliberadamente prolongan esas charlas que a nada bueno conducen mientras tácticamente
se escudan en ellas para intensificar la confrontación.
Los aleves asesinato de soldados y policías, el
expolio permanente a pequeños tenderos y transportadores, los bombazos a puentes
y oleoductos, el incalificable ofrecimiento de armas y pertrechos a la turba
alzada en la estratégica frontera venezolana, la exigencia de atomizar la
integridad territorial colombiana mediante la proliferación de zonas de reserva
campesina, el interés expreso de conservar sus cultivos ilícitos, las
denominadas limpiezas de sapos, o más concretamente la eliminación física
de campesinos que se oponen al cultivo
de marihuana, coca y amapola, el reclutamiento forzado de menores, más la amenaza permanente de aniquilar con
armas no convencionales las áreas urbanas donde acampa la fuerza pública, son
la pócima mortífera que diariamente nos bebemos por cuenta de un gobernante embustero
que se robó el mandato para volvernos a poner a merced de los violentos.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, julio 25 de 2013