El filipichín risueño
entró al establecimiento en relativo silencio, él, porque en cambio el lugar sí
estaba impregnado de ruidos telegráficos. Signos largos y cortos que pocos comprendieron,
perforaciones contenidas en cintillas ilegibles, visitantes de facciones difusas,
curiosos observadores de breve permanencia, venias y sonrisas, guiños y muecas,
mensajes indescifrables, empujones
imperceptibles, claves secretas, pasos
no registrados.
Golpes rápidos,
rítmicos a ratos, seguidillas trepidantes, visible manipulación de objetos a
cuatro manos, desplazamientos disimulados, sonoro golpeteo, murmullos, toc,
tac, tac, toc. Humo, mucho humo, anatomías obesas en persistente balanceo sobre
mesas desgastadas por babosos abusos.
Siluetas, sombras, impertinencias
asmáticas que alteraban la modorra envolvente, pañuelos, abundantes pañuelos sucios
sobre todas las mesas, escupitajos sanguinolentos, sorbos cortos al aromático
café largamente olvidado.
Atrincherado tras la apestosa
humareda de su pipa envejecida, mientras
mascullaba vocablos inaudibles, el tipo del rincón observaba el receptáculo
rectangular de figuritas talladas,
enseguida apretujó los cristales correctivos
contra el vértice profundo de unas cejas blanquecinas que sucumbieron bajo
el oscuro marco de carey.
El risueño se acercó sigiloso
a la mesa del miope y venteó con mano pálida los humos residuales de tanta picadura incinerada. Dos
relojes flanqueaban el tablero y nadie levantó la vista para presenciar el
rito. Sólo el filipichín y el miope le dieron el último vistazo al salón, y el
índice largo del recién llegado señaló la mano izquierda del fumador que en
seguida se abrió para mostrar un peón negro.
Sentados frente a
frente, no se observaban ellos, observaban el gran cuadro y los cuadritos
recorridos por pequeñas esculturas talladas en maderas orientales. Los saltos sucesivos
y rápidos, que los relojes parecían hacer más cortos, infundían fugaces
palideces al rostro del fumador. La partida aguantó sesenta y cinco
movimientos.
Del filipichín siempre
se rumoró cierta deficiencia hormonal derivada de un lance adverso en alta mar.
Del miope todos recordaron que además era sordo, terco, y olvidadizo.
Jaque Mate murmuró el
filipichín. El viejo de la pipa envejecida intentó reanimarla con chupadas largas pero inútiles. Puras
cenizas reposaban en la cazoleta, y el
amargo alcaloide retenido en el curvo
ducto de la cachimba fría le anegó las
papilas gustativas.
Quiso vomitar pero era
tarde. Las glándulas salivales lo auxiliaron en el trance, densas, viscosas
segregaciones un tanto insípidas le limpiaron la lengua y le suavizaron la
garganta.
Destellantes anillos de
gemas sumergidas esparcen verdes llamas entre los chuecos dedos del falso
triunfador que, con artilugios conocidos, comienza a derrumbar sobre el tablero las escasas figuras que resistieron
el embate. Así piensa impedirle al oponente reveladora reconstrucción de movimientos
que nunca van a concordar con los registros de planilla.
No habrá conteo de
tiempos en la próxima partida. Los relojes quedaron averiados por vigorosos golpes que se dieron para eso, para
lograr que el tiempo se vaya sin medida, y
para dejar que la partida aguante los noventa y seis movimientos
convenidos.
El viejo del rincón
busca afanoso las mismas fichas que movió el filipichín, para volverlas a parar
en los cuadritos del gran cuadro que demarca su derrota.
Miguel Antonio Velasco
Cuevas
Popayán, 16.01.16