domingo, 17 de enero de 2016

Memorias de tahur




El filipichín risueño entró al establecimiento en relativo silencio, él, porque en cambio el lugar sí estaba impregnado de ruidos telegráficos. Signos largos y cortos que pocos comprendieron, perforaciones contenidas en cintillas ilegibles, visitantes de facciones difusas, curiosos observadores de breve permanencia, venias y sonrisas, guiños y muecas,  mensajes indescifrables, empujones imperceptibles, claves secretas,  pasos no registrados.

Golpes rápidos, rítmicos a ratos, seguidillas trepidantes, visible manipulación de objetos a cuatro manos, desplazamientos disimulados, sonoro golpeteo, murmullos, toc, tac, tac, toc. Humo, mucho humo, anatomías obesas en persistente balanceo sobre mesas desgastadas por babosos abusos.

Siluetas, sombras, impertinencias asmáticas que alteraban la modorra envolvente, pañuelos, abundantes pañuelos sucios sobre todas las mesas, escupitajos sanguinolentos, sorbos cortos al aromático café largamente  olvidado.

Atrincherado tras la apestosa humareda de su pipa envejecida,  mientras mascullaba vocablos inaudibles, el tipo del rincón observaba el receptáculo rectangular de figuritas  talladas, enseguida apretujó los cristales correctivos  contra el vértice profundo de unas cejas blanquecinas que sucumbieron bajo el oscuro marco de carey.

El risueño se acercó sigiloso a la mesa del miope y venteó con mano pálida los humos  residuales de tanta picadura incinerada. Dos relojes flanqueaban el tablero y nadie levantó la vista para presenciar el rito. Sólo el filipichín y el miope le dieron el último vistazo al salón, y el índice largo del recién llegado señaló la mano izquierda del fumador que en seguida se abrió para mostrar un peón negro.

Sentados frente a frente, no se observaban ellos, observaban el gran cuadro y los cuadritos recorridos por pequeñas esculturas talladas en maderas orientales. Los saltos sucesivos y rápidos, que los relojes parecían hacer más cortos, infundían fugaces palideces  al rostro del  fumador. La partida aguantó sesenta y cinco movimientos.

Del filipichín siempre se rumoró cierta deficiencia hormonal derivada de un lance adverso en alta mar. Del miope todos recordaron que además era sordo, terco, y olvidadizo.

Jaque Mate murmuró el filipichín. El viejo de la pipa envejecida intentó reanimarla  con chupadas largas pero inútiles. Puras cenizas reposaban en la cazoleta,  y el amargo  alcaloide retenido en el curvo ducto  de la cachimba fría le anegó las papilas gustativas.

Quiso vomitar pero era tarde. Las glándulas salivales lo auxiliaron en el trance, densas, viscosas segregaciones un tanto insípidas le limpiaron la lengua y le suavizaron la garganta.

Destellantes anillos de gemas sumergidas esparcen verdes llamas entre los chuecos dedos del falso triunfador que, con artilugios conocidos,  comienza a derrumbar sobre el tablero las escasas figuras que resistieron el embate. Así piensa impedirle al oponente reveladora reconstrucción de movimientos que nunca van a concordar con los registros de planilla.  

No habrá conteo de tiempos en la próxima partida. Los relojes quedaron averiados por  vigorosos golpes que se dieron para eso, para lograr que el tiempo se vaya sin medida, y  para dejar que la partida aguante los noventa y seis movimientos convenidos.

El viejo del rincón busca afanoso las mismas fichas que movió el filipichín, para volverlas a parar en los cuadritos del gran cuadro que demarca su derrota.


Miguel Antonio Velasco Cuevas

Popayán, 16.01.16