Mal termina lo que mal empieza.
Desconcertante el final del gobierno Santos que persistentemente escamotea ante
un público abusado pero no sometido.
Todo un memorial de agravios puede
escribirse como elemento de análisis para quienes sigan la huella a los
desencuentros del pueblo con sus últimos gobernantes.
Belisario Betancur fue elemento anodino
en el palacio presidencial, que entre anises y malos versos permitió el
empoderamiento de eso que sus sucesores denominan fuerzas oscuras. En tales años
nadie gobernó, hubo un largo recreo de veleidades populacheras, palomitas de
fantasía y globos demagógicos que le reventaron en la cara sin darle tiempo
para recomponer las cargas de la socarrona arriería en que empastelaba trascendentales
angustias de la patria.
Virgilio Barco, incuestionable ejecutivo
mayor de la modernización capitalina y respetabilísima ficha de las elites
petroleras continentales, llegó cansado y enfermo a la presidencia, casi
desconectado de la palpitante realidad nacional, y abandonó sus
responsabilidades gubernativas en manos de otros que mandaron por él sin que se
diera cuenta.
Cesar Gaviria, afortunado ganador de
la ruleta funeraria que nos precipitó a incierto futuro cuyas consecuencias
están por investigarse, permitió que inolvidables francachelas con los peores asesinos
que haya visto el país sigan haciendo estragos que van más allá del humillante
episodio de la catedral. Los desvergonzados camareros de Escobar se pasean
retadores por los reservados pasillos del poder y dizque nos representan ante
la comunidad internacional.
Ernesto Samper, repugna recordarlo como
emblema siniestro de la inmoral paquidermia que tritura los espacios
democráticos de una Colombia malherida y amnésica.
Andrés Pastrana, aplastó los deseos
de cambio que las nuevas generaciones le encomendaron. Se sirvió de la solidaridad nacional avivada por su
secuestro, entre el cúmulo de amarguras que la violencia narcoterrorista cargaba
sobre los hombros del pueblo, pero no entendió que los bandidos solo hacen
tratos que aumenten sus arcas y potencien sus crímenes. No leyó bien el mensaje
de la silla vacía y consintió los manoseos de tirofijo y sus secuaces.
Álvaro Uribe Vélez, de lejos el
restaurador del orden público y el recuperador de la confianza nacional frente
a las amenazas del narcotráfico fortalecido en el Caguán. No ha tenido, como los grades líderes, un
segundo de abordo que le ayude a comprender la necesidad de mirar su propia
obra con serenidad, por lo que vino a montar una encrucijada electoral que
rompe con elementales principios democráticos al querer imponer una nómina de
coequiperos parlamentarios que no satisfacen las esperanzas del electorado
activo. Buena decisión sería que su encopetada lista deje de ser cerrada y
permita que sus seguidores escojan preferentemente entre ella a quienes mejor
interpreten anhelos populares y no las necesidades del caudillo.
Juan Manuel, el de confianza de
Uribe, el que se escudó en el prestigio de dos periodos presidenciales
fructíferos en materia de crecimiento económico y reconocimiento internacional para hacerse señalar
presidenciable tapando con sus palabras las intenciones de su corazón.
Irremisible prototipo del traidor. Un hombre inferior a sus ancestros
republicanos que aplaude la burla de los violentos contra el Estado de Derecho.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán 29.09.13