Indudablemente este país tiene muchas
particularidades, como todos los del mundo, pero en cinismo y socarronería
políticas aquí tenemos campeones.
En esta tierra la delincuencia da lecciones de
moral pública y pontifica a diario como si la masa silente, genéricamente
denominada gente de bien, desconociera sus pestíferas andanzas. Audaces depredadores
de la hacienda pública no se paran en pelos para sacarse en limpio y presentarse
como modelos de pulcritud y, válgame Dios, piensan a pie juntillas que sus aseveraciones
son creíbles.
Los principales valedores de delincuentes organizados
se refieren a estos como si no los conocieran ni los apoyaran, y sus amigotes tratan
de ocultar protuberantes violaciones de derechos fundamentales, porque entre bomberos
no se pisan las mangueras.
Al pueblo lo acostumbraron a convalidar el
saqueo de lo colectivo y, cuando se intenta hacer memoria de los malos pasos en
que ciertos gamonales se pusieron los códigos de ruana, no faltan aduladores
oficiosos, o cronistas prepago que en una página impresa, o en unos cuantos
minutos de radio o televisión cuentan la historia al revés, y desbrozan el
terreno para la próxima aspiración del que sea, para lo que sea y como sea.
Crímenes atroces y de lesa humanidad, que segaron
vidas de hombres ilustres, no encuentran juiciosos investigadores ni adquieren
connotaciones especiales y sospechosamente derivan hacia los anaqueles del
olvido, casi como si a nadie conmovieran, pero no faltan medios informativos
que dedican semanas y meses a recontar pequeñas tropelías callejeras con pelos
y señales, y a presentar maquilladas estadísticas delictivas que a ojo de buen
cubero sólo buscan pintar ideales situaciones de orden público, y paradisiacos
estados de tranquilidad.
Con penoso rigor se sufren estas tristes realidades
en tiempos preelectorales, como los que empiezan a correr, cuando maquinarias de
todas las pelambres ensayan motores y enrarecen el ambiente con quemados aceites.
La fresca coyuntura plebiscitaria, que ha de
servir de referente para mostrarle caminos acertados a electores analíticos,
ciudadanos indiferentes, mandaderos
incautos, y a repudiables mercaderes
electorales, debe aprovecharse por todos para exigir, promover y respaldar auténticas
propuestas programáticas, intentar derroteros políticos menos trajinados, más
honorables, y adelantar campañas limpias en que se defiendan ideales sin embrollos
demagógicos.
Lo que Colombia requiere es un repaso sincero,
ponderado y razonable sobre el daño que le han hecho quienes torticeramente la
mangonean y usufructúan. La sociedad en pleno, que por estos días está despierta
y consciente, puede con sobradas razones, y con amplios espacios, empezar a
depurar la escandalosa oferta de cambios que nunca llegan y de reformas
estructurales que no se cumplen, y reclamar, aunque sólo sea por esta vez en
este siglo, que se prescinda de la palabrería engañosa, del vocabulario
incendiario, de la doctrina alienante, del proyecto fracasado, para que se le
diga de frente cómo es que la van a respetar y a proteger en el ejercicio de
sus derechos constitucionales, de qué manera se va a contrarrestar la asfixiante
criminalidad, y cuánto le va a costar recuperar el orden institucional
severamente desconocido y defraudado.
Colombia necesita que la gobiernen líderes intachables.
Miguel
Antonio Velasco Cuevas
Popayán,
30.10.16