Quienes felizmente bordeamos los setenta y
algo más, tuvimos la fortuna de aprender a conquistar la vida con esfuerzo, y a
tener claro que nada llega gratis. Permanecíamos ocupados mucho tiempo porque casi
todo estaba por hacerse, porque el café se tostaba y se molía en casa, porque
la leña no llegaba automáticamente a la cocina, porque el agua se sacaba del
aljibe, y porque crecimos sometidos al reglamento del hogar.
La moda de niños con guardaespaldas y camioneta
blindada vino a ser innovación traqueta. Los de antes aprendimos a callejear a
pata, con la estampa del ángel de la guarda metida en el bolsillo, y con los puños bien apretados para sortear
con éxito los tropeles esquineros. En la calle respondíamos por nosotros a
trompada limpia, y hartas resultaron las madrugadas en que llegamos con la
camisa rota, las manos hinchadas, y algunas veces los ojos colombinos.
Poco tiempo tuvimos para dormir enguayabados. Mientras
más tarde arrimábamos a la cama más temprano nos levantaban a trabajar. Las vacaciones
estudiantiles no eran para vagar, sino para cooperar en las actividades
hogareñas. Claro que nos volábamos para asistir a las parrandas, esa fue costumbre
general porque volarse era más fácil que conseguir permiso, y con frecuencia el
sol nos sorprendía en el baile, pero los oficios obligatorios siempre nos esperaban
sin rebaja.
A latigazos y estrujones nos forjaron
responsables, y en silencio aprendimos que la oficina de quejas y reclamos
permanecía cerrada las veinticuatro horas todos los días del año. El compromiso
era rendir en todos los terrenos. El derecho a zapaticos nuevos nos lo ganábamos
con buenas notas, a punta de quemar pestañas, y para lograr pinta completa
tocaba embarrarse en el corral, enlazar, apartar, vacunar y marcar los
terneros.
El que quería heredar aprendía primero a
ordeñar, y a cercar, y a cargar el bulto por una loma arriba, y bajo esas condiciones
nos enseñaron a respetar y querer a nuestros padres. Que yo sepa ningún muchacho
de mi tiempo terminó traumatizado ni acudió a los tribunales para eludir y
burlar la mano dura y el consejo sabio de los mayores, a cambio de
resentimientos o complejos tuvimos tiempo para agradecer los correctivos
familiares y servir con amor a quienes nos trajeron al mundo.
Se me ocurre decirlo, no tanto porque los esquemas
modernos sean distintos, sino porque los que nos aplicaron resultaron fructíferos, y
porque se justifica revivir el concepto de autoridad paterna, ese que muchos despistados
confunden con machismo. Es que esa autoridad la ejercían por igual papá y mamá,
y ellas muchas veces eran tanto o más rígidas que ellos, y a ratos los
pellizcos femeninos formaban más que los correazos masculinos.
Si la crianza de infantes se mantiene como va,
tiempos llegarán en que los padres necesiten permiso para limpiar los zapatos del
menor o para ingresar a conocer las habitaciones del adolescente, y entonces más hijos
complacidos abandonarán a los padres complacientes.
Por lo pronto suena bien eso de desheredar a los
ingratos que abandonen a sus viejos.
Miguel
Antonio Velasco Cuevas
Popayán,
20.11.16