miércoles, 3 de abril de 2013

Finalización del conflicto



Negociar el fin del conflicto, así tan simplemente dicho, es algo como  convenir reglas nobles para elaborar un documento político, entre antagonistas enfrentados por causas diversas, que quieren  abandonar la confrontación física y aproximarse a  superiores estadios de fraternidad, equidad y  justicia social.
Bonita la teoría, sí, pero al debate real que se desarrolla en Cuba le falta sinceridad, y los colombianos tenemos la convicción de que el gobierno está sometido a las condiciones del enemigo en desmedro del Estado.
No hablemos por ahora de convivencia  pacífica,  así evitamos malos entendidos derivados de otros posibles  desbordamientos violentos,  en otros espacios, a cuenta de otras diferencias entre distintas agrupaciones sociales, esas que en todos los tiempos impiden hablar de verdadera paz.
La idea elemental pergeñada en el introito reclama un escenario bilateral. Nadie se sienta a negociar sin que concurra alguna contraparte. Tienen que existir dos partes que quieran oírse y tratar de entenderse, pero necesitan respetarse,  para poder construir un texto de aproximaciones,  coincidencias y factibles derroteros, que señale la ejecución de acciones  convenientes para desestructurar las divergencias iniciales.
Las acciones se deberán concretar en una etapa posterior que amerita verificaciones y puede necesitar ajustes.
Eliminados los desencuentros, comprobada la insubsistencia de actos violentos entre las partes del conflicto y por razón del mismo,  llegaríamos al umbral de la paz posible, digamos que arribaríamos a óptimas condiciones de convivencia civilizada, porque no podemos olvidar  que la paz real, la paz propiamente dicha,  es un estado de alma que sólo alcanzan quienes viven en trance de santidad.
Una negociación o acuerdo para finalizar el complejo conflicto colombiano no es obra de pocas horas, ni puede ser producto  de imposiciones arbitrarias y unilaterales.
Y se hacen necesarios muchos elementos funcionales, de estirpe sociológica, que permitan rediseñar la política como acto de Estado y como ejercicio individual de derechos civiles, en un marco equilibrado de poderes, donde prime el bienestar comunitario, sin desviaciones diseñadas para privilegiar pequeños grupos que no acrecen el prestigio de la institucionalidad, ni merecen dignidades que sólo se otorgan a verdaderos demócratas.
Y mayor rigor reclaman estas reflexiones, cuando medios masivos de comunicación demuestran que  los autoproclamados defensores del pueblo son verdaderos sibaritas, ajenos a cualquier contacto con  peripecias y dificultades de esas masas que dicen liderar, y distantes  de cuadrillas armadas que manifiestan comandar.
Arteros se muestran cuando hacen declaraciones que  mancillan nuestra dignidad ciudadana, pues  osan desvincularse de  ilegalidades y atropellos en que notoriamente se enriquecieron, e  intentan presentarse como víctimas del Estado legítimo al  que nosotros pertenecemos  y al que definitivamente, como Constituyente Primario, hemos encomendado la función de desarticular el crimen organizado.
De hecho, al presentarse la posibilidad de convenir unos métodos, unos mecanismos honorables para el entendimiento dentro del ordenamiento legítimo, se entiende y se acepta que algunas licencias inofensivas puedan otorgarse por el Ejecutivo, pero no tantas como para rubricar acuerdos violatorios de la Constitución y del Estatuto de Roma.  Aunque el mandato que le dimos no era para eso, ni es abierto ni claudicante.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, abril de 2013