Negociar el
fin del conflicto, así tan simplemente dicho, es algo como convenir reglas nobles para elaborar un
documento político, entre antagonistas enfrentados por causas diversas, que
quieren abandonar la confrontación
física y aproximarse a superiores estadios
de fraternidad, equidad y justicia
social.
Bonita la
teoría, sí, pero al debate real que se desarrolla en Cuba le falta sinceridad,
y los colombianos tenemos la convicción de que el gobierno está sometido a las
condiciones del enemigo en desmedro del Estado.
No hablemos
por ahora de convivencia pacífica, así evitamos malos entendidos derivados de otros
posibles desbordamientos violentos, en otros espacios, a cuenta de otras
diferencias entre distintas agrupaciones sociales, esas que en todos los
tiempos impiden hablar de verdadera paz.
La idea
elemental pergeñada en el introito reclama un escenario bilateral. Nadie se
sienta a negociar sin que concurra alguna contraparte. Tienen que existir dos
partes que quieran oírse y tratar de entenderse, pero necesitan
respetarse, para poder construir un texto
de aproximaciones, coincidencias y factibles
derroteros, que señale la ejecución de acciones convenientes para desestructurar las divergencias
iniciales.
Las acciones
se deberán concretar en una etapa posterior que amerita verificaciones y puede
necesitar ajustes.
Eliminados
los desencuentros, comprobada la insubsistencia de actos violentos entre las
partes del conflicto y por razón del mismo,
llegaríamos al umbral de la paz posible, digamos que arribaríamos a óptimas
condiciones de convivencia civilizada, porque no podemos olvidar que la paz real, la paz propiamente dicha, es un estado de alma que sólo alcanzan quienes
viven en trance de santidad.
Una negociación
o acuerdo para finalizar el complejo conflicto colombiano no es obra de pocas
horas, ni puede ser producto de
imposiciones arbitrarias y unilaterales.
Y se hacen necesarios
muchos elementos funcionales, de estirpe sociológica, que permitan rediseñar la
política como acto de Estado y como ejercicio individual de derechos civiles,
en un marco equilibrado de poderes, donde prime el bienestar comunitario, sin desviaciones
diseñadas para privilegiar pequeños grupos que no acrecen el prestigio de la institucionalidad,
ni merecen dignidades que sólo se otorgan a verdaderos demócratas.
Y mayor rigor
reclaman estas reflexiones, cuando medios masivos de comunicación demuestran que los autoproclamados defensores del pueblo son
verdaderos sibaritas, ajenos a cualquier contacto con peripecias y dificultades de esas masas que
dicen liderar, y distantes de cuadrillas
armadas que manifiestan comandar.
Arteros se
muestran cuando hacen declaraciones que mancillan
nuestra dignidad ciudadana, pues osan desvincularse
de ilegalidades y atropellos en que
notoriamente se enriquecieron, e intentan presentarse como víctimas del Estado
legítimo al que nosotros pertenecemos y al que definitivamente, como Constituyente
Primario, hemos encomendado la función de desarticular el crimen organizado.
De hecho, al
presentarse la posibilidad de convenir unos métodos, unos mecanismos honorables
para el entendimiento dentro del ordenamiento legítimo, se entiende y se acepta
que algunas licencias inofensivas puedan otorgarse por el Ejecutivo, pero no
tantas como para rubricar acuerdos violatorios de la Constitución y del
Estatuto de Roma. Aunque el mandato que
le dimos no era para eso, ni es abierto ni claudicante.
Miguel
Antonio Velasco Cuevas
Popayán,
abril de 2013