Análisis especializado merece la conflictiva personalidad
del Santos que nos deparó el destino, reído Nobel de Paz que engatusa sin
sonrojos, dilapida con entusiasmo e incita sin moderación. Igual examen podría
recomendarse para quienes hicieron la premiación, pues los impensables alborotos en que se mete el galardonado son indicio de
lamentable desacierto.
Es de sobra conocido el contradictorio
comportamiento del candidato presidencial y del gobernante en ejercicio, que con arrogancia enfermiza no ceja en el empeño
de hablar y actuar con incendiaria impertinencia.
Estrambóticamente lapidarios resultan sus demagógicos
compromisos de campaña, que públicamente ofreció esculpir en piedra, sin que los haya
cumplido ni muestre voluntad de cumplirlos.
La promesa de no aumentar tarifas que incrementaran el
costo vital a muchos colombianos reincidentes en el propósito de hacerlo
presidente, arruinados ahora y para siempre por el atropello a la regla fiscal,
causante del hueco billonario que dejan las almendras, las mermeladas y muchos manjares
en mala hora prodigados, es elemental recordatorio de otras ofertas que enmascararon
el negro propósito de amancebarse con dictaduras socialistas de moda.
Vergüenza causa por estas calendas el infame
silencio del ejecutivo colombiano frente a los procedimientos antidemocráticos
implementados por la tiranía venezolana, que obstruye el referendo revocatorio,
manipula los poderes judicial y electoral, y desconoce a la Asamblea Nacional;
indignación y sospecha originan su permanente amenaza de retorno al
narcoterrorismo por parte del grupo guerrillero con que negocia en Cuba,
mientras voceros insurgentes desmienten semejante retroceso; y desconcierto
produce el venenoso estilo con que descalificó, ante Isabel II del Reino Unido y
el parlamento inglés, legítimos resultados plebiscitarios en que opositores colombianos
obtuvieron votación mayoritaria.
Lo mínimo que debe hacer un premio Nobel de Paz
es respetar a conciudadanos que lo derrotaron en las urnas. Pero nuestro mal
perdedor, obnubilado tal vez por los vapores del incensario universal, lejos de
asumir tan alta distinción con serena humildad y ejemplar prudencia que otros
han mostrado, arroja carbones encendidos sobre un siniestro fogón que no
termina de enfriarse.
Bien sabemos que los mal llamados
representantes del no, indiscutibles voceros de seis y medio millones de
compatriotas que aprovecharon un espacio democrático para expresarse en
negativo monosílabo, no andan en el abyecto empeño de enmarañar lo destacable en
el acuerdo derrotado, sino en altruista propósito de rescatar lo bueno, y de
introducir ajustes viables y procedentes, para delinear un pacto que aglutine,
que no disocie, que construya caminos largamente transitables, a cambio de
oscuros y mochos callejones propicios para el asalto a la institucionalidad e
imperdonable florecimiento de nuevas confrontaciones.
Con idéntica buena voluntad demostrada por estas
personas, que contribuyen al diseño de
mejor y verdadero entendimiento nacional, deben proceder los negociadores del
gobierno, que han de serlo de todos los colombianos, para que ánimo y mensaje
conciliadores lleguen a la mesa de La Habana sin condicionamientos ni
modificaciones interesadas, y para que no se entienda, como a ratos parece, que
el señor Presidente de Colombia y algunos de sus cercanos colaboradores marchan
en contravía de lo que el pueblo decidió en las urnas.
Miguel
Antonio Velasco Cuevas
Popayán,
05.11.16