Aventurarse en la disección de los diálogos que
suceden en La Habana es un riesgo.
Pocos colombianos conocen de cierto lo que allá
se habla, eso lo prueba el permanente discurso aclaratorio que desgasta a la
comisión gubernamental cada que la facción irregular se apodera del micrófono.
Más que declaraciones concertadas, al final de cada ronda recibimos una descarga
de tensiones insolutas y nuevas pretensiones que atiborran la mesa.
Al país se le notifica que es comportamiento
normal, en esos ejercicios dialógicos,
tratar de mostrar fortalezas y enviar mensajes sobre el dominio que cada parte
ejerza en el debate.
Y así podría ser si nos dieran noticias que descarten
la violencia como forma de lucha, pero nadie certifica ni nada indica que el
establecimiento legítimo, o la subversión, exhiban allá un cierto carisma que
les permita, en cada tiempo y a cada paso, expresar complacencia por avances en
lo que ahora se busca, que es frenar el desangre.
Se deduce es que el conflicto no se aproxima al
final. No hay pistas sobre semejante aspiración, al
contrario se constata que permanecemos en una contienda armada de largo
alcance.
Las evidencias que aparecen en el frente de batalla
son peores a las halladas antes de inaugurar los diálogos; los campos minados
siguen mutilando y asesinando comunidades vulnerables, como siempre los tatucos
caen lejos del objetivo premeditado y cobran víctimas entre la población civil,
nuestro ejercito regular sufre emboscadas aleves, la policía es bombardeada en
los perímetros urbanos, los oleoductos saltan
en llamas tras estallidos dinamiteros, millares de campesinos continúan
abandonando sus casas y sus labranzas, y el impacto ambiental contaminante es
cada día más severo en las regiones sitiadas por la delincuencia, allí donde
violentamente se explota la riqueza minera, ictiológica y forestal.
En el Cauca no es necesario caminar largo para
encontrarse de frente con los vestigios dolorosos de la barbarie continuada.
Pero lo que más deteriora las expectativas
ciudadanas de llegar a estadios de entendimiento es la patológica negativa al desarme,
insistentemente repetida por quienes dicen aspirar al ejercicio de la política
en busca de reivindicaciones sociales, algunas ciertamente justificables.
En ninguna mente sana es permisible alentar
proselitismo armado.
Conquistar respaldo de bases populares, acceder
a posiciones de liderazgo social, ganar seguidores para una causa éticamente
sustentable porque prometa superación cultural, o mejoras físicas para asentamientos
humanos marginales, o garantías para promover
ideas minoritarias y libertades para defenderlas, es tarea dialéctica,
de pura dinámica intelectual, que no
consiente apuntalamiento de bayonetas.
Si quieren darnos certeza de que las nuevas
organizaciones políticas de izquierda,
nacidas de los diálogos, se incorporan a
la arena nutridas de sanos bríos programáticos, deben concretar la entrega de las armas. Permitirles
que no lo hagan es legitimarlas para que sigan intimidando, pero no
convenciendo, a negros, indígenas y
campesinos en los territorios que pretenden liderar.
Coletilla: ¿alguien sabe cuáles son lo vínculos
del espía Edward Snowden con Cuba, Venezuela y Ecuador? … porque las noticias
sobre su desembarque en Moscú ligan el periplo a esas dictaduras.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, junio 23 de 2013