El tiempo, me refiero al tiempo físico, a ese que
nos dice cuántas veces le hemos dado la vuelta al sol durante esta breve
permanencia en el planeta tierra, se encarga de mostrarnos que la política y el tigre se parecen.
En política pura, en el pulcro manejo de la
cosa pública, debiera suceder que elegidos
y electores tuvieran claridades y
certezas sobre el impecable funcionamiento
del Estado y sobre las obligatorias gestiones constitucionales que los unos deben adelantar en beneficio de los
otros.
Claro que si los electores se muestran legos
en generalidades de mecánica estatal es explicable, al fin y al cabo en un país
de malas universidades, malos colegios, malos maestros y malos estudiantes, parece
exótico esperar que los ciudadanos del común le metan diente al orden
constitucional.
Pero que los elegidos no satisfagan las sanas
aspiraciones de los electores, eso sí es engaño reprochable. No se puede olvidar que los elegidos son
quienes habitualmente prometen limpias y honestas actuaciones públicas, y generosas soluciones sociales.
Claro que también es censurable que los
ciudadanos no castiguen el incumplimiento de lo elementalmente prometido a
cambio del sufragio.
Es corriente en nuestro sistema que los
candidatos lleguen con mensajes de diamantina corrección. Generalmente se sientan delante de un
auditorio que no expone sus deseos, sino
que se dispone sumiso a escuchar las melifluas promesas de los aspirantes.
Como el asunto realmente funciona así, no debiera
acudirse a engañifas y torceduras para hacerse elegir, las promesas electorales
debieran encuadrarse en la buena fe y en
la inmaculada intención política.
Lo curioso, o más precisamente lo enfermizo de nuestra democracia, es que la
gente se acostumbró a engañar y a que la engañen.
Ya nadie quiere oír una exposición limpia
sobre el ejercicio del poder, y muy
pocos expositores serios se arriesgan a hacerla, todo porque entienden que al pueblo le encanta que
lo encanten.
Atisbar lo que sucede en Colombia, en toda su
extensión institucional, aterra. Ya nadie respeta nada. Fueron derribados elementales
parámetros de decencia pública, al
falsario se le presenta como gran señor, al bandido se le reivindica como
persona de bien, al torcido se le muestra como ciudadano ejemplar y al
victimario se le reconoce como víctima.
A poco andar, de seguir como vamos, tendremos
totalmente invertido el sistema de valores morales y completamente pervertidas
las buenas costumbres políticas, si es que algunas quedan.
Cuando contamos con excelentes ciudadanos,
verdaderas personalidades libres de toda sospecha, que muestran méritos cívicos
y pueden acreditar incuestionables títulos académicos para integrar las altas
cortes, o para dirigir los organismos de control, o para representarnos en las secretarías
de esas uniones regionales que permanentemente inventa el clientelismo
internacional, ¿por qué diablos nuestros gobernantes ternan, avalan, apadrinan
y nombran a tantos notorios sindicados de crímenes comunes y crímenes de Estado, para ejercer tan
delicados cargos?
Los protegidos de la pérfida dirigencia
colombiana están manchados como la piel del tigre, y mientras esos indeseables
gocen del favor gubernamental, tendremos que decir que tigre y política se parecen: no son como los
pintan.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, 17.08.14