domingo, 17 de agosto de 2014

Semejanza




 El tiempo, me refiero al tiempo físico, a ese que nos dice cuántas veces le hemos dado la vuelta al sol durante esta breve permanencia en el planeta tierra, se encarga de mostrarnos  que la política y el tigre se parecen.

 En política pura, en el pulcro manejo de la cosa pública,  debiera suceder que elegidos y electores tuvieran claridades  y certezas  sobre el impecable funcionamiento del Estado y sobre las obligatorias gestiones constitucionales  que los unos deben adelantar en beneficio de los otros.

 Claro que si los electores se muestran legos en generalidades de mecánica estatal es explicable, al fin y al cabo en un país de malas universidades, malos colegios, malos maestros y malos estudiantes, parece exótico esperar que los ciudadanos del común le metan diente al orden constitucional.

 Pero que los elegidos no satisfagan las sanas aspiraciones de los electores, eso sí es engaño reprochable.  No se puede olvidar que los elegidos son quienes habitualmente prometen limpias y honestas actuaciones públicas,  y generosas soluciones sociales.    

 Claro que también es censurable que los ciudadanos no castiguen el incumplimiento de lo elementalmente prometido a cambio del sufragio.

 Es corriente en nuestro sistema que los candidatos lleguen con mensajes de diamantina corrección.  Generalmente se sientan delante de un auditorio  que no expone sus deseos, sino que se dispone sumiso a escuchar las melifluas promesas de los aspirantes.

 Como el asunto realmente funciona así, no debiera acudirse a engañifas y torceduras para hacerse elegir, las promesas electorales debieran encuadrarse en la buena fe  y en la inmaculada intención política.

 Lo curioso, o más precisamente  lo enfermizo de nuestra democracia, es que la gente se acostumbró a engañar y a que la engañen.

 Ya nadie quiere oír una exposición limpia sobre el ejercicio del poder,  y muy pocos expositores serios se arriesgan a hacerla, todo  porque entienden que al pueblo le encanta que lo encanten.

 Atisbar lo que sucede en Colombia, en toda su extensión institucional, aterra. Ya nadie respeta nada. Fueron derribados elementales parámetros de decencia pública,  al falsario se le presenta como gran señor, al bandido se le reivindica como persona de bien, al torcido se le muestra como ciudadano ejemplar y al victimario se le reconoce como víctima.

 A poco andar, de seguir como vamos, tendremos totalmente invertido el sistema de valores morales y completamente pervertidas las buenas costumbres políticas, si es que algunas quedan.

 Cuando contamos con excelentes ciudadanos, verdaderas personalidades libres de toda sospecha, que muestran méritos cívicos y  pueden acreditar incuestionables  títulos académicos para integrar las altas cortes, o para dirigir los organismos de control, o para representarnos en las secretarías de esas uniones regionales que permanentemente inventa el clientelismo internacional, ¿por qué diablos nuestros gobernantes ternan, avalan, apadrinan y nombran a tantos notorios sindicados de crímenes comunes  y crímenes de Estado, para ejercer tan delicados cargos?

Los protegidos de la pérfida dirigencia colombiana están manchados como la piel del tigre, y mientras esos indeseables gocen del favor gubernamental, tendremos que decir que  tigre y política se parecen: no son como los pintan.

Miguel Antonio Velasco Cuevas

Popayán, 17.08.14