Algunos
oficios requieren buenas dosis de tolerancia, no porque la investidura la imponga,
sino porque aquella es maestra y señera de la convivencia.
Ciertos
codiciados altos cargos estatales, desde épocas inmemoriales adscritos al
magisterio, vale decir encargados de la enseñanza y circundados como por un hálito de sabiduría,
se reservan para una alta gama social ejemplar que, conforme a los arcanos de
la virtud y los cartabones de la excelencia, debieran integrarla espíritus superiores.
Cumbres
morales, cántaros de saber, modelos de disciplina, baluartes del conocimiento; no sólo especialistas dentro del reducido
espacio funcional en que prestaron su servicio, sino doctos en otras muchas cosas,
ciencias, materias y circunstancias que rodean al común de los mortales; suelen sobresalir entre quienes
magníficamente han concurrido al perfeccionamiento de la democracia, a la
consolidación de la paz, y al acrisolamiento permanente del más alto logro
colectivo que lo es el imperio de la justicia.
Innecesario
y hasta necio resulta enlistar valores
incontrovertibles que deben adornar a los administradores de justicia, en
quienes han de confluir multitud de dones y brillos no propios de quienes se
quedaron sin formación cultural, sin academia, y sin la estructura intelectual
inherente a la buena estirpe de los gobernantes.
Pero
a Colombia, entre sus modernos infortunios, la amenaza el más atroz de los
azotes: la arrogancia togada, con todas
las malas secuelas que ella engendra, y que a la par conduce a los abismos de la
tiranía y el despotismo.
Mala
hora nos ha correspondido. Lamentable
que esos sean los vientos enfurecidos en nuestro degradado ambiente jurídico y político.
Tiempos
hubo en que gozamos del respeto regional y universal por lo admirable de la Corte,
que era una, y por la solvencia del Consejo de Estado.
En
los tiempos de ahora, sumidos como estamos en la peor de las violencias, la de
las instituciones que amenazan y persiguen, que diseñan estrategias de satrapía
para domeñar a los ciudadanos de su
jurisdicción, es necesario reclamar la veeduría de impolutos organismos
internacionales diseñados para preservar libertades y proteger derechos
populares.
Al
mundo entero lanzamos nuestra alarma fundada, para que se impida el atropello y
se aborte el asalto al mejor preciado y más grande recurso de la libertad
universal: el derecho elemental a decir y a comunicar lo que el alma siente.
Si
en Colombia no se pueden comentar las decisiones de tantas Cortes, que ahora
nos asedian a cambio de protegernos; si en Colombia no se puede expresar
rechazo frente a las determinaciones jurisdiccionales que ofenden la
sensibilidad pública; si en Colombia nos debemos inclinar reverentes frente al
tinglado de burócratas engreídos y suficientes, con ínfulas de intocables, que
más procuran expandir y resguardar sus
ventajas, que manifestarse en pro de los intereses colectivos; pues
sencillamente hemos llegado al fondo de las desgracias sufridas durante el
último medio siglo, y estamos expuestos al estrujamiento general por parte de
una élite plástica, que olvidó los códigos legales y prefirió calzar botines, lucir
relojes, y escanciar vinos imaginados en las factorías de la infamia.
Miguel
Antonio Velasco Cuevas
Popayán,
agosto 26 de 2012