domingo, 26 de agosto de 2012

Alarma



Algunos oficios requieren buenas dosis de tolerancia, no porque la investidura la imponga, sino porque aquella es maestra y señera de la convivencia.

Ciertos codiciados altos cargos estatales, desde épocas inmemoriales adscritos al magisterio, vale decir encargados de la enseñanza  y circundados como por un hálito de sabiduría, se reservan para una alta gama social ejemplar que, conforme a los arcanos de la virtud y  los cartabones  de la excelencia, debieran integrarla  espíritus superiores.

Cumbres morales, cántaros de saber, modelos de disciplina, baluartes del conocimiento;  no sólo especialistas dentro del reducido espacio funcional en que prestaron su servicio, sino doctos en otras muchas cosas, ciencias, materias y circunstancias que rodean al común de los mortales;   suelen sobresalir entre quienes magníficamente han concurrido al perfeccionamiento de la democracia, a la consolidación de la paz, y al acrisolamiento permanente del más alto logro colectivo que lo es el imperio de la justicia.   

Innecesario y hasta necio resulta  enlistar valores incontrovertibles que deben adornar a los administradores de justicia, en quienes han de confluir multitud de dones y brillos no propios de quienes se quedaron sin formación cultural, sin academia, y sin la estructura intelectual inherente a la buena estirpe de los gobernantes.

Pero a Colombia, entre sus modernos infortunios, la amenaza el más atroz de los azotes: la arrogancia togada, con todas  las malas secuelas que ella engendra,  y que a la par conduce a los abismos de la tiranía y el despotismo.

Mala hora nos ha correspondido.  Lamentable que esos sean los vientos enfurecidos en nuestro degradado ambiente jurídico y político.

Tiempos hubo en que gozamos del respeto regional y universal por lo admirable de la Corte, que era una, y por la solvencia del Consejo de Estado.

En los tiempos de ahora, sumidos como estamos en la peor de las violencias, la de las instituciones que amenazan y persiguen, que diseñan estrategias de satrapía  para domeñar a los ciudadanos de su jurisdicción, es necesario reclamar la veeduría de impolutos organismos internacionales diseñados para preservar libertades y proteger derechos populares.

Al mundo entero lanzamos nuestra alarma fundada, para que se impida el atropello y se aborte el asalto al mejor preciado y más grande recurso de la libertad universal: el derecho elemental a decir y a comunicar lo que el alma siente.

Si en Colombia no se pueden comentar las decisiones de tantas Cortes, que ahora nos asedian a cambio de protegernos; si en Colombia no se puede expresar rechazo frente a las determinaciones jurisdiccionales que ofenden la sensibilidad pública; si en Colombia nos debemos inclinar reverentes frente al tinglado de burócratas engreídos y suficientes, con ínfulas de intocables, que más procuran  expandir y resguardar sus ventajas, que manifestarse en pro de los intereses colectivos; pues sencillamente hemos llegado al fondo de las desgracias sufridas durante el último medio siglo, y estamos expuestos al estrujamiento general por parte de una élite plástica, que olvidó los códigos legales y prefirió calzar botines, lucir relojes, y escanciar vinos imaginados en las factorías de la infamia.

Miguel Antonio Velasco Cuevas

Popayán, agosto 26 de 2012

miércoles, 15 de agosto de 2012

Solución sin trampantojos



Espero no engañarlos ni engañarme. Trataré de decir una verdad que coincida con lo que filosóficamente es la verdad,  y no una de esas verdades que siéndolo para mí no lo sea para ustedes, ni al contrario, una verdad que siéndolo para ustedes no lo sea para mí.

El problema es Colombia. Los causantes del problema somos todos, y todos estamos obligados a solucionar el problema que entre todos hemos creado.

La discusión ha sido larga y traumática, sin que aparezca un mínimo de luz o un ápice de inteligencia capaz de frenar el insulto permanente, la calumnia grosera, el invento tendencioso, la agresión innecesaria, el interés creado y el eterno afán de confundir.

Lo que los unos decimos de los otros suele no ser lo que realmente debiéramos decir. Nosotros decimos de ellos y ellos dicen de nosotros sin pausa ni medida, y cada vez afilamos más los malos recursos dialécticos para volver a decirnos lo que siempre nos hemos dicho, y que necesitamos no seguirnos diciendo.

La mayoría de ellos insiste en decir que nosotros somos la extrema, no sabemos de qué, y necesariamente, por ese vertiginoso afán de seguirnos diciendo lo que no nos debemos decir, también nosotros terminamos diciéndoles que la extrema son ellos, vayan ustedes a saber de qué.

En distintos momentos de lucidez, de verdadera lucidez nacional, algunos fueron capaces de ponerse de acuerdo con otros para no volverse a decir lo que siempre se habían dicho, y lograron que las inmensas mayorías, eso que ellos a su debido tiempo optaron por llamar así, entendieran que mayoría eran todos, y todos como mayoría resolvieron darse un abrazo fraterno que, a la postre, se convirtió en entendimiento y después en paz.

Lamentablemente la paz es quebradiza, esquiva, huidiza, endeble, delicada y frágil. Lamentablemente la paz paró en manos de quienes no la podían cuidar, porque nacieron para no conocerla, así como  nosotros nacimos para no disfrutarla. Y en ese cúmulo de equivocaciones sucesivas, de ellos por no conocerla, y de nosotros por no entender que ellos eran incapaces de cuidarla, llegamos al punto de quiebre, a la solución indebida, al cruce de palabras vanas, pedantes y altisonantes, y resultamos disputándonos la paz tirando de ella por los extremos hasta romperla,  hasta  fracturarla de tal manera que no hemos podido recoger los destrozos.

Lo ideal sería que todos nosotros, la sociedad nacional colombiana, dentro del necesario respeto a la claridad de las ideas y a la proporción numérica de quienes las defiendan,  en gesto de aquilatada sensatez, sin dinamita, asistidos por el lenguaje franco, con las manos limpias y el corazón tranquilo, henchidos de fortaleza para no atropellarnos, provistos  de precisión y sensibilidad para no herirnos, plenos de sabiduría para no destruirnos, buscáramos estructurar en un consenso público sin  tapujos, al amparo de  incontrovertible ética legislativa y bondadoso esfuerzo conciliador,  una política social altruista, una contratación administrativa sin bandidaje, una magistratura sin componendas, unos controles públicos  sin atajos, que nos  dejen rehacer el camino de la paz duradera.

Miguel Antonio Velasco Cuevas

Popayán, agosto de 2012

martes, 7 de agosto de 2012

Los efectos del engaño

 
Cumplidos dos años de gobierno del Presidente Santos, prenden motores los grupos interesados en sucederlo.
En las democracias es así, ocurrida la posesión de un nuevo mandatario comienzan las reestructuraciones y acomodamientos enfilados a recuperar el poder perdido, o a conquistar el que no se ha tenido. Así se relevan roscas y camarillas.
Los meses quemados en implantar nuevos esquemas y estrategias de lucha, contra  problemas endémicos, fueron escasos para mostrar otra imagen nacional. Se agotaron los trayectos de ascenso, y viene el descenso cada vez más corto y vertiginoso.
Pasar bien a la historia, ingresar al club de los mejores, obtener medalla de  excelencia no es fácil, e indefectiblemente la valoración se hace anticipada.
Ya  quisieran gobernantes y seguidores que se califiquen sus ejecutorias sobre periodos vencidos, sobre mandatos concluidos, pero no, los pueblos nunca esperan porque el futuro es ahora, y porque las soluciones ofrecidas y  deseadas debieran estar en plena florescencia.
Se sabe que en distintos aspectos, en temas cruciales, nos quedaremos con los crespos hechos y ya lo que fue, fue.
Marchitas las flores de la celebración queda el salón vacío, y los barrenderos empuñan sus escobas, no sólo para sacar la basura, sino para empujar a los borrachitos despistados que todavía no sospechan el final de la fiesta.
A Santos no le ha ido mal en las actuales circunstancias, frente a las enormes dificultades económicas y sociales que a diario oscurecen el panorama político, puede darse por satisfecho si pasa raspando con un tres escueto. El cinco aclamado pasó a  la historia hace muchos años, y el sobresaliente cuatro se hace esquivo y distante, sobre todo en tiempos de dudas.
Y eso fue lo que sembró Santos en el arranque, terribles dudas que rompieron esperanzas, dudas que crecieron a la sombra de un discurso ambiguo, en el que no se dijeron las cosas como debían decirse, obviamente porque no se hicieron como debían hacerse.
Cuando se tiene lucidez mental uno quiere que le digan las cosas al derecho y como son, sobre todo cuando la silueta del tapado es identificable bajo la capa con que se le cubre.
Desde ahora el entramado se modifica, los actores del sainete actual deben recoger sus bártulos, aplausos y rechiflas, y marcharse al camerino para darle pista a la nueva función.
Atentos estamos para que se nos diga con honradez cómo es el tejemaneje futuro del conflicto, ya mayores de edad que somos, y curtidos como estamos de vivir a la intemperie, sometidos a las más dolorosas pruebas de supervivencia y de humillación, necesitamos líderes sinceros que no nos engañen, que utilicen la palabra franca para cantarnos la verdad de sus aspiraciones e intereses, que nos muestren la baraja sin marcas, y que nos aseguren la correcta interpretación de nuestros anhelos. Esa es la música que nos gusta, la  real, la genuina, la de la claridad en el decir y en el obrar.
A Santos, si no nos hubiera mentido, le habría ido mejor. No hay tiempo de llorar.   
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, agosto 7 de 2012