domingo, 6 de octubre de 2013

Tiempos aquellos



Llovió  esa tarde de noviembre del 59 mientras descargamos los chécheres que trajimos  desde Cali a Popayán. Los muchachos de la cuadra acudieron a fisgonear los trastos pero también ayudaron a bajar los armarios y  entraron las materas mientras de paso nos averiguaron la vida.

Nos residenciamos en la Calle de la Viuda,  diagonal a un amplio portalón que daba acceso al inmenso solar por donde entraban materiales de construcción al Hotel Monasterio, quizá inconcluso pero en funcionamiento.

Más nos demoramos en bajar la bicicleta de carreras que en comenzar a darle pichones a desconocidos amigotes aparecidos durante el descargue del trasteo. Esa tarde estrenamos el balón Soria que fuimos a inflar en la bomba del barrio Modelo, y todo fue como si lleváramos siglos viviendo allí. El Soria amanecía en la calle en el umbral del portón, y la bicicleta permanecía días enteros apuntalada en un pedal contra el filo del andén.

El portón de la casa era de dos naves frágiles y a los pocos días descubrimos que el picaporte inferior se dejaba levantar fácilmente aprisionándolo entre los dedos índice y corazón, una mínima presión sobre la destartalada Yale bastaba para  abrir de par en par. Una noche que mi papá perdió la llave entró muy orondo con el truco de alzar el picaporte y nunca más se preocupó por obtener duplicado. Esa puerta se abría así a los ojos de todo el mundo, y así debió seguir hasta los tiempos del terremoto cuando, derruida la casa, sobre el lote que la sustentaba se abrió paso la calle tercera.

A la semana siguiente, mediante pago de veinte centavos por cabeza, nos bañábamos en la piscina del Monasterio, era la tarifa impuesta por don Satanás, un chueco personaje de bastón y bicicleta quien tal vez “guachimaniaba” esos predios del hotel porque mandaba en el candado del portalón.

Rápido conocimos patios y cocinas de las casas vecinas y trabamos amistad con los Amézquita, Concha, Perlaza, Rodríguez y Villaquirán, y comenzamos a recibir cartilla callejera sobre el manejo del balón, arte que dominaban el sordito Sixto y el zurdo Carlos quienes nos llevaban al Achiral a perfeccionar  los pases, el meleo y los tiros libres. Un arrume multicolor de camisas marcaba los extremos de la imaginaria portería.

En la Semana Santa del 60 nos visitaron unos familiares caleños y les acomodamos en la calle los asientos del comedor para que presenciaran el desfile de alimentos destinados a los presos, la cárcel quedaba donde se levanta la chatarra Juantama,  y entre cuentos e historias los de mayor edad se tomaron unos tragos hasta la media noche cuando, ya tunos, olvidaron entrar los asientos que amanecieron en el pastal que había sobre la zona por dónde ahora baja el corredor  oriental de la carrera once entre calles segunda y tercera.

Disuena el bonachón recuerdo frente a la asesina inseguridad que hoy domina las calles de Popayán donde desconocemos nuestros vecinos, resulta absurdo vivir sin puertas blindadas, o pensar que asientos y velocípedos olvidados en la calle amanezcan allí.

Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, 06.10.13