Llovió esa tarde de noviembre del 59 mientras descargamos
los chécheres que trajimos desde Cali a Popayán.
Los muchachos de la cuadra acudieron a fisgonear los trastos pero también ayudaron
a bajar los armarios y entraron las materas
mientras de paso nos averiguaron la vida.
Nos residenciamos en la Calle de la
Viuda, diagonal a un amplio portalón que
daba acceso al inmenso solar por donde entraban materiales de construcción al
Hotel Monasterio, quizá inconcluso pero en funcionamiento.
Más nos demoramos en bajar la
bicicleta de carreras que en comenzar a darle pichones a desconocidos amigotes
aparecidos durante el descargue del trasteo. Esa tarde estrenamos el balón
Soria que fuimos a inflar en la bomba del barrio Modelo, y todo fue como si
lleváramos siglos viviendo allí. El Soria amanecía en la calle en el umbral del
portón, y la bicicleta permanecía días enteros apuntalada en un pedal contra el
filo del andén.
El portón de la casa era de dos
naves frágiles y a los pocos días descubrimos que el picaporte inferior se
dejaba levantar fácilmente aprisionándolo entre los dedos índice y corazón, una
mínima presión sobre la destartalada Yale bastaba para abrir de par en par. Una noche que mi papá
perdió la llave entró muy orondo con el truco de alzar el picaporte y nunca más
se preocupó por obtener duplicado. Esa puerta se abría así a los ojos de todo
el mundo, y así debió seguir hasta los tiempos del terremoto cuando, derruida
la casa, sobre el lote que la sustentaba se abrió paso la calle tercera.
A la semana siguiente, mediante pago
de veinte centavos por cabeza, nos bañábamos en la piscina del Monasterio, era la
tarifa impuesta por don Satanás, un chueco personaje de bastón y bicicleta quien
tal vez “guachimaniaba” esos predios del hotel porque mandaba en el candado del
portalón.
Rápido conocimos patios y cocinas de
las casas vecinas y trabamos amistad con los Amézquita, Concha, Perlaza, Rodríguez
y Villaquirán, y comenzamos a recibir cartilla callejera sobre el manejo del
balón, arte que dominaban el sordito Sixto y el zurdo Carlos quienes nos
llevaban al Achiral a perfeccionar los
pases, el meleo y los tiros libres. Un arrume multicolor de camisas marcaba los
extremos de la imaginaria portería.
En la Semana Santa del 60 nos visitaron
unos familiares caleños y les acomodamos en la calle los asientos del comedor para
que presenciaran el desfile de alimentos destinados a los presos, la cárcel
quedaba donde se levanta la chatarra Juantama, y entre cuentos e historias los de mayor edad
se tomaron unos tragos hasta la media noche cuando, ya tunos, olvidaron entrar
los asientos que amanecieron en el pastal que había sobre la zona por dónde
ahora baja el corredor oriental de la
carrera once entre calles segunda y tercera.
Disuena el bonachón recuerdo frente
a la asesina inseguridad que hoy domina las calles de Popayán donde
desconocemos nuestros vecinos, resulta absurdo vivir sin puertas blindadas, o pensar
que asientos y velocípedos olvidados en la calle amanezcan allí.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, 06.10.13