sábado, 25 de enero de 2014

La importancia de los muertos



 En esta desvencijada patria colombiana, no obstante las desigualdades y exclusiones, resulta  inadmisible que el propio Presidente de la República,  entre los habituales disparates de sus alocuciones,  resuelva establecer odiosas categorías funerarias como insólito parámetro de referencia para definir si se mantienen o suspenden las conversaciones cubanas.

 Y también es  un disparate valorar  como gesto de lealtad o de buena voluntad o de verdadero interés en la búsqueda de la paz, el cínico reclamo de autoría criminal que los narcoterroristas hacen frente a inhumanas acciones premeditadas para acrecentar el temor entre la población civil y sumarle víctimas inocentes a la contienda, a pesar de sus promesas unilaterales de tregua.

 La complaciente debilidad del mandatario ante tan injustificables conductas homicidas de los violentos  desborda los terrenos del  simple apaciguamiento.

 Está bien que se agoten las instancias del diálogo civilizado para tratar de establecer unas rutas de acercamiento a la convivencia, y está bien que se hagan sanos esfuerzos institucionales para implantar la justicia social mediante la entronización del orden, pero, por el contrario, queda muy mal el establecimiento si busca esos propósitos  a través de la complicidad con censurables violaciones a fundamentales derechos individuales y colectivos.

 Decir que el conversatorio adelantando con la cúpula delincuencial  se revienta si se ejecutan atentados contra personalidades de la vida nacional, es casi lo mismo que autorizar a los violentos para que impunemente sigan matando a quienes no ostentan tan elevada posición social.

 Esa  afirmación presidencial sencillamente legitima el  atentado contra ciudadanos del común, contra esas personas que diariamente dejan la piel en oficios y faenas humildes, en actividades sin lustre intelectual y sin rimbombancia económica, y manda el siniestro mensaje de que el exterminio de los desvalidos no conmueve a las elites gobernantes  ni altera los innombrables proyectos de la  encumbrada plutocracia.

 En cualquier país medianamente civilizado se repudian sin distinciones los  atropellos  a la integridad  de las personas y las comunidades, pero en  Colombia se necesita categoría, se requiere clase, a las víctimas se les exigen credenciales de nombradía para que su muerte violenta motive algún pronunciamiento de rechazo por parte de las agencias gubernamentales.

 Ocultar los ataques contra la fuerza pública, restarle gravedad al accionar armado de grupos al margen de la ley, guardar silencio frente al derribamiento de aeronaves en misión oficial, silenciarse ante el fusilamiento de compatriotas anónimos, no son comportamientos que permitan hablar bien del mal llamado proceso de paz.

 Mucho peor si los desmanes que el gobierno pretendía tapar terminan retadoramente reivindicados por los jefes del grupo ilegal con el que se dialoga.

 Tanto mal nos hace la inusitada suficiencia de Timochenko, que reclama para sí dudosos triunfos en su guerra contra la legitimidad del Estado, y que se atribuye falsa autoridad y  espurios derechos para sancionar disciplinariamente a sus compinches, como mal nos hace la insana tendencia presidencial a desinformar, a despistar, y adular a los bandidos, para aparentar que ejerce control sobre unas negociaciones poco promisorias, en las que los tales muertos no existen, salvo que sean importantes. 

Miguel Antonio Velasco Cuevas

Popayán 25.01.14