En esta desvencijada patria colombiana, no
obstante las desigualdades y exclusiones, resulta inadmisible que el propio Presidente de la
República, entre los habituales
disparates de sus alocuciones, resuelva
establecer odiosas categorías funerarias como insólito parámetro de referencia
para definir si se mantienen o suspenden las conversaciones cubanas.
Y también es un disparate valorar como gesto de lealtad o de buena voluntad o de
verdadero interés en la búsqueda de la paz, el cínico reclamo de autoría
criminal que los narcoterroristas hacen frente a inhumanas acciones
premeditadas para acrecentar el temor entre la población civil y sumarle
víctimas inocentes a la contienda, a pesar de sus promesas unilaterales de tregua.
La complaciente debilidad del mandatario ante
tan injustificables conductas homicidas de los violentos desborda los terrenos del simple apaciguamiento.
Está bien que se agoten las instancias del
diálogo civilizado para tratar de establecer unas rutas de acercamiento a la convivencia,
y está bien que se hagan sanos esfuerzos institucionales para implantar la
justicia social mediante la entronización del orden, pero, por el contrario,
queda muy mal el establecimiento si busca esos propósitos a través de la complicidad con censurables
violaciones a fundamentales derechos individuales y colectivos.
Decir que el conversatorio adelantando con la
cúpula delincuencial se revienta si se
ejecutan atentados contra personalidades de la vida nacional, es casi lo mismo
que autorizar a los violentos para que impunemente sigan matando a quienes no ostentan
tan elevada posición social.
Esa afirmación presidencial sencillamente legitima
el atentado contra ciudadanos del común,
contra esas personas que diariamente dejan la piel en oficios y faenas humildes,
en actividades sin lustre intelectual y sin rimbombancia económica, y manda el
siniestro mensaje de que el exterminio de los desvalidos no conmueve a las
elites gobernantes ni altera los innombrables
proyectos de la encumbrada plutocracia.
En cualquier país medianamente civilizado se repudian
sin distinciones los atropellos a la integridad de las personas y las comunidades, pero en Colombia se necesita categoría, se requiere
clase, a las víctimas se les exigen credenciales de nombradía para que su muerte
violenta motive algún pronunciamiento de rechazo por parte de las agencias
gubernamentales.
Ocultar los ataques contra la fuerza pública,
restarle gravedad al accionar armado de grupos al margen de la ley, guardar
silencio frente al derribamiento de aeronaves en misión oficial, silenciarse
ante el fusilamiento de compatriotas anónimos, no son comportamientos que
permitan hablar bien del mal llamado proceso de paz.
Mucho peor si los desmanes que el gobierno
pretendía tapar terminan retadoramente reivindicados por los jefes del grupo
ilegal con el que se dialoga.
Tanto mal nos hace la inusitada suficiencia de
Timochenko, que reclama para sí dudosos triunfos en su guerra contra la
legitimidad del Estado, y que se atribuye falsa autoridad y espurios derechos para sancionar
disciplinariamente a sus compinches, como mal nos hace la insana tendencia
presidencial a desinformar, a despistar, y adular a los bandidos, para
aparentar que ejerce control sobre unas negociaciones poco promisorias, en las
que los tales muertos no existen, salvo que sean importantes.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán 25.01.14