Eran así los años, duros, azarosos, lentos y
largos, pero con finales bulliciosos y festivos.
Durante la celebración una colonia de
pellares alborotaba la noche, al tiempo que los perros, sin causa conocida, correteaban por los alrededores de la iglesia.
Después, en vuelo raudo, nocturnas golondrinas surcaban el espacio al momento
de la elevación.
Franciscanos y capuchinos; diferenciados para
mí tan sólo por las barbas; desde el púlpito aclaraban que la paz es una
experiencia personal, una vivencia íntima, un luminoso instante de equilibrio
espiritual, una pausa fugaz entre feroces contrincantes milenarios.
Al primer descuido de mis padres, con las
mangas del saco anudadas a la cintura, me escapaba por entre la absorta feligresía. Afuera
los músicos afinaban sus metálicos instrumentos, el viejo polvorero amarraba las mechas inferiores
del castillo, y en un rincón sesteaba la infaltable vacaloca que intimidaba a
cualquiera con romas astas empapadas en petróleo, y sus profundas cuencas aterradoramente
oscuras. Sobre el áspero lomo tapizado con papel de sacos de cemento se
encarrilaban diversos artefactos pirotécnicos, explosivos unos, luminosos otros, que después alegraban
la fiesta y ensordecían al portador.
Adultos y mozalbetes se turnaban para simular
la tienta y embestir con el embeleco a quienes procuraban arrancarle la cola
llameante. Dos, tres estallidos pavorosos, una catarata chispeante, silbatos,
triquitraques y sacaniguas, el ¡ole! de la
multitud, vaca, portador y tentadores en el polvero, jolgorio general. Cambio
de tercio.
La banda de vientos atronaba en el atrio con los
acordes del "Barrilito cervecero". Ráfagas sucesivas, disparadas
desde el castillo, destellaban en la
bóveda celeste con instantáneas profusiones de color, maravillados los asistentes gritaban y
aplaudían.
En los andenes, bajo estrechos aleros se
apretujaban las gentes, mientras tanto el
aguardiente aclaraba gargantas y disipaba tristezas. Extinguidos los fuegos
comenzaba el regreso a casa. Con las luces del alba los músicos recorrían la
calle central y era seguro que alguna pareja ebria bailara al contagioso son
del "Dos negro", "Burundanga" o "El negrito del
batey". Por los pendientes canjilones
aledaños se desbarrancaban los borrachos,
y en los umbrales pueblerinos amanecía
el reguero de botellas escurridas.
A la misa de gallo nadie faltaba. El pueblo
entero estaba allí para celebrar la paz de la
navidad, para compartir entre amigos, para desearse las felices pascuas
en alegre barullo de contertulios extraños y conocidos.
Al vaivén incontenible de certeros abrazos y
de besos furtivos, entre dulces libaciones
de oportos y moscateles, con candelazos de ron y riflazos de anís,
germinaban amoríos, florecían duraderos compromisos, y se sellaban armonías entre
fatales contendientes.
Después aparecieron nuevos ritos y prosperaron
otros usos. Fundadores de pueblos, hostigados, asediados y compelidos por
hordas ilegalmente armadas, empacaron sus
bártulos y los echaron a rodar en trenes que se fueron por trochas sin regreso.
Hoy quedan impostores que se arropan con las
prendas de la paz, y pretenden festejos cuyas claves desconocen, ignoran que la
paz es la perfecta serenidad del alma, y que se lleva impresa en los ocultos
recintos del corazón.
Año feliz para quienes descubran la paz de la conciencia.
Miguel Antonio Velasco
Cuevas
Popayán, 27.12.15