martes, 8 de marzo de 2011

Colombia enferma.

En la historia de la República no existen antecedentes  de tantas desdichas juntas, sucedidas en tan corto plazo y por tan graves episodios.
En Colombia siempre hubo corruptos, nadie lo ignora, pero los casos de corrupción no se sobrepusieron unos a otros como hoy, ni los corruptos eran absueltos con tanta facilidad, ni los procesos rápidamente precluidos como ahora se estila.
Pareciera que la historia del mundo no la escriben los buenos, persecuciones, saqueos, torturas, asedios, insidias, engaños, traiciones y matanzas son dudoso patrimonio de los malos,  y  así tenemos que en  Colombia les llegó el mejor cuarto de hora a los más malos.
Inexplicable que magistrados, contralores, fiscales, jueces, ministros, embajadores, congresistas, gobernadores, diputados, alcaldes, concejales y toda esa pléyade de figurones y notables estuviera al servicio del crimen.
Inexplicable porque la generalidad de nuestros ancestros políticos nunca mostró tan retorcida genética como la registrada por los politiqueros de ahora.
Los escándalos viejos, Handel, Mamatoco, Libertad, Mitimiti, Catedral, Ochomil y otros de menor estopa, resultan simples juegos de monjas frente a las cosas que ahora se dice que pasan y siguen pasando frente al desconsuelo colectivo.
Pero lo grave no es que pasen, sino que no se investiguen, o que se investiguen mal y se precluyan y se archiven con tan pasmosa impunidad.
Toda esa aparatosa palabrería exhaustiva,  implacable, definitiva,  inclaudicable de la lucha contra el delito y los delincuentes, parece relegada al diccionario universal de la burla y el descalabro.
Los empresarios del secuestro, los mentores de la extorsión, los directores del peculado, los intermediarios  de la mordida, los jefes del latrocinio y hasta los barrenderos del aserrín, desfilan desafiantes por pantallas noticiosas y escenarios públicos como si fueran los perseguidos de la sociedad,  pobres calumniados por unos expectadores que desconocen las leyes del mercado, de la compra y la venta, y que además ignoran el sacrificio personal de esos distinguidos salvadores del pueblo.
Entre tanto la moral nacional se diluye. La fuerza pública desfallece ante el absurdo garantismo del sistema judicial que rebusca jurisprudencia suiza para darles casa por cárcel a los perturbadores de la institucionalidad colombiana.
Los traficantes de armas y de drogas dejaron de ser peligrosos y adquirieron el calificativo de excarcelables. Los menores delincuentes no son el  moderno azote de la comunidad sino las  víctimas de una sociedad obsoleta  que ni los comprende ni los quiere. Y así, a cada delincuencia y a cada delincuente se les encuentra justificación para que el crimen siga como si a nadie dañara.
Pobre Patria, pobre Colombia adolorida y enferma que, como Garrick, parece no encontrar para su mal remedio.
Aunque la gran verdad, la verdad tajante y escueta, es que no debemos darle juego a la corrupción. No podemos seguir alimentando el mal que nos aqueja. No tenemos necesidad de suicidarnos.
El remedio somos nosotros, los electores de siempre, si  resolvemos no votar por los corruptos que ya conocemos.

Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, 09.03.11