sábado, 20 de agosto de 2016

Oro para todos




 Era yo niño cuando vi a Jaime Aparicio avanzar hacia el Pascual Guerrero con la llama olímpica, y supe del notable desempeño, en Melbourne, de Álvaro Gómez, creo así se llamaba nadador forjado en la alberca del Santa Librada bajo rigurosa égida de don Pablo Manrique, y  en las piscinas olímpicas vi saltar a Juanito Botella, y diariamente me engolosinaba observando descomunales motocicletas Harley que don Antonio Bueno reparaba en afamado taller cercano al viejo Colegio Fray Damián, pero sobre todo oyendo comentarios deportivos de ases del motociclismo vallecaucano, entre ellos un señor Garzón, no recuerdo su nombre,  que me dejaba sentar sobre el sillín de su máquina y me permitía tocar, nunca mover, manubrios y manómetros de semejante monstruo rugiente. Allí en estática posición del inocente que se sueña rompiendo cronómetros hice propósitos para surgir como deportista, pero nunca pasé de picaditos futboleros en Cien palos, y de sabatinas jugarretas de baloncesto en la Toto Hernández, que luego terminaban en largas ingestas de Polar, a mi paso por la cucuteña Francisco de Paula Santander.

 Creo que mi alma infantil recibió iniciales noticias de marcas y medallas olímpicas durante la realización de los VII Juegos Atléticos Nacionales mientras con mis padres y hermano presenciábamos competencias de distintas disciplinas. También allí, en la Sultana del Valle, salíamos a las esquinas de la quinta, o de la quince, para presenciar llegadas o largadas,  el circuito ciclístico que transitaba por la circunvalar y por la orilla del río, y los espectaculares embalajes finales en la contrareloj Calí-Palmira, de grandes competidores que fueron don Ramón de Marinilla, el tigrillo de Pereira, el zipa Forero, el potrillo de don Matías, y todos esos inmortales del caballito de acero como repetía la voz inmaculada del campeón  Carlos Arturo Rueda.

 Con alegría recuerdo que mi maestro, don Luis Caicedo, un negro refinado que me enseñó las primeras letras en la Escuela Anexa de varones, nos instaba a practicar deportes y quizá por eso corríamos veloces por el centro de Cali, en las horas del medio día, para alcanzar a  almorzar en la casa y regresar con tiempo suficiente a sentarnos en el andén de la Normal Superior, en la carrera octava, a escuchar la  Cabalgata deportiva Gillette que atronaba en los radios de los almacenes de telas y zapatos que circundaban esa zona escolar, eso mientras abrían las puertas de la escuela, porque después todo era pedagogía y didáctica hasta las cinco de la tarde.

 Refrescan mis nostalgias los resonantes triunfos de Mariana Pajón, la dama hermosa de perfecta carrera deportiva; Katerine Ibargüen, la sonriente reina del salto triple; Yuri Alvear, Oscar Figueroa, Yuberjen Martínez, Carlos Alberto Ramírez  y  Luis Javier Mosquera, indiscutibles campeones del verdadero orgullo nacional. A ellos la gloria del pódium y respetuosa venia ante sus fortalezas físicas y morales, su excelencia deportiva y su valía de ciudadanos íntegros.

 Aplauso de oro para la paisana Ingrit Valencia, salida de moralenses orillas de Salvajina, que por instantes nos ayudó a olvidar las eternas desgracias del Cauca.

Miguel Antonio Velasco Cuevas

Popayán, 20.08.16