Era yo niño cuando vi a Jaime Aparicio avanzar
hacia el Pascual Guerrero con la llama olímpica, y supe del notable desempeño,
en Melbourne, de Álvaro Gómez, creo así se llamaba nadador forjado en la alberca
del Santa Librada bajo rigurosa égida de don Pablo Manrique, y en las piscinas olímpicas vi saltar a Juanito
Botella, y diariamente me engolosinaba observando descomunales motocicletas
Harley que don Antonio Bueno reparaba en afamado taller cercano al viejo Colegio
Fray Damián, pero sobre todo oyendo comentarios deportivos de ases del
motociclismo vallecaucano, entre ellos un señor Garzón, no recuerdo su nombre, que me dejaba sentar sobre el sillín de su máquina
y me permitía tocar, nunca mover, manubrios y manómetros de semejante monstruo
rugiente. Allí en estática posición del inocente que se sueña rompiendo
cronómetros hice propósitos para surgir como deportista, pero nunca pasé de
picaditos futboleros en Cien palos, y de sabatinas jugarretas de baloncesto en
la Toto Hernández, que luego terminaban en largas ingestas de Polar, a mi paso
por la cucuteña Francisco de Paula Santander.
Creo que mi alma infantil recibió iniciales noticias
de marcas y medallas olímpicas durante la realización de los VII Juegos
Atléticos Nacionales mientras con mis padres y hermano presenciábamos competencias
de distintas disciplinas. También allí, en la Sultana del Valle, salíamos a las
esquinas de la quinta, o de la quince, para presenciar llegadas o largadas, el circuito ciclístico que transitaba por la
circunvalar y por la orilla del río, y los espectaculares embalajes finales en la
contrareloj Calí-Palmira, de grandes competidores que fueron don Ramón de
Marinilla, el tigrillo de Pereira, el zipa Forero, el potrillo de don Matías, y
todos esos inmortales del caballito de acero como repetía la voz inmaculada del
campeón Carlos Arturo Rueda.
Con alegría recuerdo que mi maestro, don Luis
Caicedo, un negro refinado que me enseñó las primeras letras en la Escuela
Anexa de varones, nos instaba a practicar deportes y quizá por eso corríamos
veloces por el centro de Cali, en las horas del medio día, para alcanzar a almorzar en la casa y regresar con tiempo suficiente
a sentarnos en el andén de la Normal Superior, en la carrera octava, a escuchar
la Cabalgata deportiva Gillette que atronaba
en los radios de los almacenes de telas y zapatos que circundaban esa zona
escolar, eso mientras abrían las puertas de la escuela, porque después todo era
pedagogía y didáctica hasta las cinco de la tarde.
Refrescan mis nostalgias los resonantes triunfos
de Mariana Pajón, la dama hermosa de perfecta carrera deportiva; Katerine
Ibargüen, la sonriente reina del salto triple; Yuri Alvear, Oscar Figueroa, Yuberjen Martínez, Carlos
Alberto Ramírez y Luis Javier Mosquera, indiscutibles campeones
del verdadero orgullo nacional. A ellos la gloria del pódium
y respetuosa venia ante sus fortalezas físicas y morales, su excelencia
deportiva y su valía de ciudadanos íntegros.
Aplauso de oro para la paisana Ingrit Valencia,
salida de moralenses orillas de Salvajina, que por instantes nos ayudó a
olvidar las eternas desgracias del Cauca.
Miguel
Antonio Velasco Cuevas
Popayán,
20.08.16