Si peligrosos narcotraficantes mantienen y
ensanchan sus laboratorios y campamentos coqueros en territorios selváticos, y
en actitud demencial degradan la biodiversidad mediante irregular explotación
de metales preciosos y otras riquezas naturales colectivas, lo que resulta legítimo
es atacarlos y desactivarlos.
No nos podemos quedar quietos en el punto de
partida, sin tangibles demostraciones de paz, ni en ingenua esperanza de que ellos atenúen sus violencias.
Mucho menos cuando golpean la integridad
personal de nuestros soldados y buscan
el resquebrajamiento moral de las fuerzas militares; ni cuando, para justificar
atropellos, sindican de provocadores a los integrantes de tropas oficiales que
vigilan y aseguran territorios en riesgo.
Bajo falaces promesas de apaciguamiento; porque durante su
embustera tregua -21 veces violada- no
cesaron las emboscadas contra nuestras fuerzas armadas, ni desaparecieron los apremios
violentos contra mujeres, menores, y poblaciones campesinas inermes, ni se frenó el terrorífico minado de escuelas y senderos
rurales; cínicamente insisten en conseguir impunidad para los crímenes que agotan.
Cuánta falta les hace el positivo impulso de
la buena fe y el inefable sentido común. En sus mentes alucinadas por espejismos de
triunfo se achican los espacios para sosegadas reflexiones. Envalentonados por desbordante
flujo de recursos financieros insisten en el anacrónico camino de las armas
para tomarse el poder, y displicentes cierran
sus oídos al clamoroso pacifismo de la sociedad civil.
Indiscutiblemente los enemigos de la paz son
ellos. El Presidente, aún contra el querer popular, les hace concesiones
graciosas; facilita sus desplazamientos internacionales; hace suspender
procesos y órdenes de captura contra cabecillas implicados en crímenes de lesa
humanidad; excluye de operaciones militares extensas regiones estratégicas,
como la zona fronteriza del Catatumbo; desactiva la erradicación de cultivos
ilícitos en todo el territorio nacional; les garantiza condenas generosamente blandas
frente a la gravedad de sus ilicitudes; pero ellos se empecinan en transformar
el Estado desde su cómoda estancia antillana, como si fueran el poder constituyente, y prosiguen orondos en
su accionar delictivo.
Es claro que nuestras Fuerzas Armadas tienen
el deber moral y la obligación constitucional de contrarrestar las delincuencias
encaminadas a debilitar la supervivencia del Estado; para ello están instituidas
y en eso consiste su misión.
Ninguna organización, ningún grupo de presión,
ningún estamento, por poderosos e influyentes que estos sean, pueden pretender
que las fuerzas estatales se paralicen ante el crimen y el desacato a la ley,
ni que el mando superior limite sus operaciones regulares a reducidos espacios
geográficos no perturbados. Acogidos al Estado de Derecho, nos sometemos al
imperio de la ley en todo el territorio nacional.
Erran quienes consideran ilegítimo el
bombardeo al campamento guerrillero en San Agustín, municipio de Guapi. Se
equivocan los que atribuyen el operativo a exceso de fuerza estatal. Flaquean quienes
califican la acción militar como ataque indebido y violatorio de derechos
fundamentales a los alzados en armas.
Colombia necesita defenderse del enemigo
interno que quiere destruirla.
Lo irónico es que los mismos bandidos, primero
ellos, bombardearan a nuestros soldados
en reposo, y que por fuerza de su villanía, acusen ahora los bombardeos que el
gobierno evitaba.
Miguel Antonio Velasco
Cuevas
Popayán, 23.05.15