Claro que la paz y la felicidad son riquezas espirituales
de incalculable valor y es cierto que la gran mayoría de los hombres suspiramos
por disfrutarlas, pero como son conceptos ideales, ajenos a la forma material, no
se obtienen por mandamiento legal ni mediante orden judicial o administrativa, mucho menos por contrato entre
bandos contendientes.
Para decirlo bien, si es que culminan satisfactoriamente, al
finalizar los diálogos de La Habana sólo podría afirmarse que se lograron
razonables puntos de entendimiento, conforme al ordenamiento constitucional
vigente, o que se pactaron compromisos para aclimatar la convivencia
dentro de ese marco legal superior, mediante impulso de reformas que incorporen
algunas figuras legales necesarias para que el pacto subsista, pero siempre
acatando las formas y mecanismos preexistentes para modificar las instituciones.
Admitir algo distinto sería consentir el
derrumbamiento del Estado de derecho que nos rige, y depositar los valores ciudadanos y los
intereses nacionales en manos de unos pocos bandidos que, por las vía del
terror y el crimen, han pretendido apropiarse de la función legislativa y del
gobierno.
Por supuesto que no es fácil llegar a estadios
de plena armonía. La disparidad de intereses económicos, de conceptos teóricos
sobre el ejercicio del poder, y la tentación de imponer determinadas
tendencias ideológicas, introducen tensiones permanentes que demandan
conciliaciones oportunas y respuestas concretas no siempre realizables a corto
plazo.
De ahí que sea imprudencia y engaño presentar
los acercamientos como logros y hacerle creer a la gente que sólo faltan las
firmas de los negociadores para que la paz aparezca. Igualmente es calentura
hablar de postconflicto cuando ni siquiera se vislumbra un cese el fuego o una
tregua que deje imaginar verdaderos propósitos de finalizar el enfrentamiento armado, o de intentar transformaciones
políticas sin acudir a la amenaza y al gesto violento.
El bombardeo incesante contra civiles y militares, como lo confirman actuales ataques en
Arauca y Cauca, donde se rumora acaban de asesinar un oficial durante tiroteo a helicóptero
militar, y en Tolima donde incineraron un transporte público; la continuidad en
el procesamiento de narcóticos por parte de frentes guerrilleros en todo el
territorio nacional; la persistencia en el secuestro; y el permanente traficar de armas y explosivos
en zonas hostigadas por fuerzas irregulares, son señales inequívoca de que la
guerra será larga.
Para el pueblo colombiano es preferible que Santos
sea sincero y realista, que descienda de
las esferas metafísicas y reconozca la encrucijada en que se encuentra, de la
que sólo podrá salir suspendiendo el sainete cubano, para dedicarse a
solucionar las angustias físicas de millones de agricultores colombianos
arruinados por el bajo precio de sus cosechas y el alto costo de los insumos
necesarios para producir comida; que asuma con hombría la defensa del mar
territorial usurpado por el gobierno de
Nicaragua; que recupere el orden
institucional manifiestamente pervertido al interior del país; y que no endulce
la píldora hablando de una utópica etapa
de postconflicto mientras los enemigos del pueblo fortalecen sus finanzas y redoblan
las incursiones contra poblaciones alejadas, olvidadas y empobrecidas.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, agosto de 2013