En el campo psiquiátrico algo le
funciona mal al electorado colombiano.
Al intercambiar opiniones políticas
siempre emerge el consenso sobre la necesidad de romper el status dominante, pero
cumplidos los eventos electorales continúa la adversidad.
En reuniones sociales, encuentros
gremiales, comentarios especializados o charlas familiares nunca se omite el repudio
a descompuestas prácticas politiqueras; nadie ignora que se burlan los requisitos y se amañan las condiciones para
torcer la selección de contratistas, y es evidente que no operan concursos de calidades,
competencias y méritos.
En el universo estructural del poder
también ocurre que la excepción confirma la regla y eso hace aceptable que en
política, como en cualquier ejercicio táctico, haya movimientos y reubicaciones estratégicas y pequeñas concesiones
de conveniencia. Además, al tenerse por demostrada la imperfección de los seres
humanos y la falibilidad de sus conductas, cabe admitir moderados desajustes y
disonancias.
Pero lo que no encaja en los
dominios de normalidad psíquica es blindar camarillas y oxigenar las dinastías
clientelistas, encarnadas por demagogos que distorsionan el discurso de
solidaridad comunitaria, y se disfrazan como desprendidos servidores de causas
nobles para afianzar depravados connubios y traicionar ideológicamente a
quienes los eligen.
La idiotez no es atributo de la
sociedad colombiana. Todo lo contrario, inteligencia y audacia integran el cuadro
comportamental de una raza decantada en el crisol de luchas centenarias contra adversidades
naturales, desventajas económicas, y
exclusiones raciales.
De ahí que sorprenda una notoria
predisposición a mantener y profundizar la crisis en lugar de resolverla.
El nudo gordiano que asfixia la
institucionalidad y obstruye el progreso, que incrementa la inequidad y acelera
la violencia, se consolida por el entrelazamiento de costumbres inmorales en la
elite gobernante, laxitud operativa en el andamiaje administrativo, desfallecimiento
en el control de la ejecución presupuestal, y fundamentalmente porque los
pueblos renuncian al ejercicio del veto.
Los ciudadanos tenemos derecho a presionar
el cumplimiento macro de los programas
gubernamentales prometidos en campañas electorales; a que se perfeccionen las estrategias
económicas para fortalecer los mercados agropecuarios, base de la subsistencia
familiar en los sectores populares; a que se implementen planes permanentes
para mejoramiento en la prestación de servicios primordiales; y a la implantación de una ética pública que respete
las decisiones democráticas de las mayorías y limite los desbordamientos de
poder en que incurren algunos grupos financieros, conocidos conciliábulos
cercanos al ejecutivo, y unos cuantos burócratas prepotentes que quisieran ignorar
su condición de subordinados al aparato constitucional y a la voluntad popular.
Debemos cortar los nudos que no se
puedan deshacer.
Es hora de ir al diván para
preguntarle al yo profundo quiénes son los que merecen repetir, porque claro
que los hay, y para disolver los miedos que nos impiden impugnar lo
inconveniente, pero esencialmente para seleccionar a quienes hayan probado
capacidad y responsabilidad representativa. No nos dejemos deslumbrar por
quienes aparecen en vísperas a disputar
honores con los que han permanecido en el terreno y han puesto el pecho a las
duras realidades de perseverante militancia. En política hay que hacer cola para
mostrar la casta.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, julio de 2013