Muchos colombianos no tienen nítida conciencia del inmenso poder
adquirido por esa categoría socio-política conocida como banda criminal
organizada.
Antes, en el primario desarrollo de contiendas fratricidas para conquistar y conservar
el mando, era inexistente tal categorización.
En remotos tiempos se sabía que, hombres de
valía, con un sólo gesto enardecían al populacho, y que este se ensoberbecía y
se desbordaba, aunque no tanto por el impulso del verbo incandescente como por
los eufóricos efectos del alcohol, pero los gobernantes no auspiciaban bandolas
especializadas en manipular poderes públicos para beneficio de pocos.
Dominaba entonces la pasión partidista, y lo
que en ocasiones se reclamaba no era más
que el elemental predominio del mote, del colorido signo largamente blandido por
los grupos como si de marcas genéticas se tratara. A mucho honor se era azul o
rojo, pero para alcanzar el mando político, no para apadrinar, apalancar, ni entronizar
el crimen.
Entre todos se odiaban y se garroteaban, sencillamente
porque no se era de un lado sino del opuesto, sin importar la idea que a la
larga se defendiera en cada extremo. Unas veces los de un bando, otras los del otro,
se desempeñaban en oficios y encargos estatales hasta cuando los desquiciaba un
revolcón, pero eran épocas en que los derrotados iban a coger café mientras
regresaba la hora de volver a la nómina.
Terminado el Frente Nacional al que infundadamente
sindican de implantar violencias, que ahora se van a historiar bajo la óptica y
con la pluma de quienes más despiadadamente las ejercen, llegó el auge de indebidos
tráficos en los que se hizo necesario controlar el gobierno para mejor esconder
el producto de astronómicas ganancias, y para inyectarlas metódicamente en el flujo
regular de mercados lícitos.
Para semejante empeño se necesitaron
empresarios del cabildeo y profesionales en la intriga, se requirieron orfebres
de refinadas maneras que se enquistaran
entre la clase dirigente y se postularan
a cargos de elección popular, pero no para defender la democracia ni las
instituciones, sino para burlarlas, manipular las masas, afianzar los lazos de
amistad con la corrupción, y definitivamente lavar fortunas.
A extremos se llegó en que con la persuasión
de los billetes y la detonación de armas automáticas se evitaron extradiciones de afamados y de anónimos delincuentes, y con
esa misma dialéctica se silenció la voz de quien clamaba por el derrocamiento
del régimen grotescamente impuesto.
La absurda culminación de tantos despropósitos
está a las puertas. Una banda delincuencial organizada, con el tiránico aval de
quien nos gobierna, se apresta a desconocer el poder legislativo, a
suplantarlo, y a revocarlo si fuere menester, para aplicarse a la liberticida
empresa de travestir la Carta Constitucional que hasta ahora nos rige, con el
trágico objetivo de convalidar unos acuerdos de cohabitación desde ahora
rechazados por el 70% de las bases populares.
Por zonitas de reserva quedará integrada la
entidad territorial y administrativa que como República unitaria heredamos de
los ejércitos patriotas, y como príncipes regentes habremos de reverenciar a
quienes hicieron del asesinato un medio de lucha.
Miguel Antonio Velasco
Cuevas
Popayán, 16.08.15