Muy bien se vende la idea de que frágiles minorías
subsisten bajo graves amenazas de poderosas mayorías.
Constantemente se envían mensajes de que aquellas sobreviven entre exclusiones
y fobias que pretenden exterminarlas, aunque cada día es más evidente que aprendieron
a valerse de su aparente debilidad para
marcar las pautas del comportamiento social, y soterradamente buscan imponer su estilo a unas mayorías de
las que sólo pareciera conservarse el nombre.
Lo que en verdad sucede es que esas diferentes
minorías se enquistaron desde antiguo en
los recovecos del poder y construyeron adentro su fortificación, acrecentaron
sus espacios y casi logran trocar la ecuación. Por eso parece que hoy por hoy las
mayorías fueran ellas: las minorías.
Por fortuna, milagrosamente se mantienen unas
características imprescriptibles de preservación de la especie, invulnerables sellos genéticos, ineluctables rótulos
reproductivos del ser humano, ciertas marcas biológicas que siempre permitirán diferenciar
a las mayorías de las minorías, aunque a ratos, entre imposibles vocaciones andróginas,
algunas señas se tornen imperceptibles y poco parezcan significar.
Bajo nebuloso influjo de múltiples
indefiniciones se han desvanecido las batallas de identidad, y quienes ejercían relativo liderazgo en los espacios
del ser, del hacer y del saber, han retrocedido ante sugestivas costumbres que pervierten
la esencia de lo lógico, lo estético y
lo natural.
Históricamente engañosas apariencias han
influenciado el comportamiento global, y el vertiginoso impulso de las modas siempre
ha querido impedir que lo que debe ser sea, en muchas etapas de la humanidad se
ha estilado ser lo que ciertos usos imponen, casi con la intensión de preterir el
deber ser.
Al mundo de hoy le dan vuelta las minorías, y de
contera intentan imponer su filosofía de parrilleros, en la que a la
gente le proponen darse la vuelta para asarse bien.
Afortunadamente quedan importantes reductos de
personas que se resisten a dar tan indecorosos volantines, y prefieren quedarse como están y como son,
preservar su género original, que es lo que la sabia naturaleza diseñó y
enseña.
Las prácticas homosexuales no se
pueden evitar ni prohibir, ni causan inhabilidades para ejercer la política,
pero las parejas homosexuales, que son una consecuencia del carácter homosexual
y del ejercicio del derecho constitucional al libre desarrollo de la
personalidad, no deben ni pueden escudarse en su camaleónica condición para,
unas veces ser familia que exige derechos, y otras veces no serlo para eludir obligaciones.
No se puede negar que griegos y romanos fueron
campeones en homosexualidad y política, por
lo que generosamente podría entenderse que nuestra clase dirigente encuentra
justificable inspiración en esos imperios del libertinaje, que también lo
fueron de la corrupción.
De Julio Cesar, genio de la guerra, se dijo
que era marido de todas las mujeres y mujer de todos los maridos, aunque
realmente fueron sus virtudes de conquistador y gobernante, mas no su ambigua
sexualidad, las que le abrieron espacio en la historia de la humanidad.
Ojalá que los imitadores criollos, en el
olimpo de sus gustos, ganen espacios como voceros del bien común y no como
soberbios defensores de lucros e intereses individuales.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, 07.09.14