Hace unos meses entró Umberto Eco en esa
envidiable estancia de la que sabiamente se burlaba y calificaba como transitoria
y rápida, la inmortalidad, y a ella ascendió ahora Zygmunt Bauman, el nominador
de la famosa sociedad líquida, que ambos auscultaron con mucha profundidad, y
en la que tesoneramente lograron buena reputación, virtud esta que no alcanza cualquier
“ablandabrevas”, como Eco decía.
Y es que a muy pocos hombres les queda fácil
convertirse en sujetos de interés dentro de un mundo que, paso a paso, se
especializa en degradar costumbres y valores, en el que al parecer hemos hecho
tránsito por varios estadios sociales, de unos a otros, sin sentirlos ni
comprenderlos, para quedar estupefactos ante un naciente presente que aún no
tiene nombre, donde desapareció el Estado nacional como entidad que garantizaba
a los individuos la posibilidad de resolver los problemas de su tiempo, para
dejarlos en manos de entidades supranacionales, con el consecuente
desvanecimiento de ideologías y partidos, que eran quienes de alguna manera resolvían
las necesidades del ser social.
Ahora nos encontramos en un estado de
licuefacción que no se sabe cómo ni dónde empezó, cuánto ni hasta cuándo durará,
ni qué lo puede sustituir. Esta es la sociedad líquida.
Cruzamos un desierto en el que no se avistan
pautas de respeto y solidaridad para con los demás, vamos complacidos soportando,
casi gozando, los desenfrenos del egoísmo y los atropellos de los tránsfugas, mientras
desaparecen las seguridades que brindaba
el derecho, y poco a poco hasta los jueces se hacen enemigos de quienes
reverencian las normas.
Lo desconcertante es que, ante semejante
barullo, al decir de Bauman y Eco bullen movilizaciones que “saben lo que no
quieren, pero no saben lo que quieren”, grupos que “actúan, pero nadie sabe
cuándo ni en qué dirección, ni siquiera ellos”.
Habitamos un universo confuso que no sabe
distinguir lo que antaño distinguía. Al estilo de Cantinflas, así como estamos
de acuerdo estamos en desacuerdo. Aunque hay algo que quizá justificaría estar prisioneros
en semejante laberinto: baste recordar que nacimos en el siglo veinte, que por
azar nos criamos con los inventos del diecinueve, y que milagrosamente no nos
hemos dejado contagiar por la ambigüedad sexual en que al parecer se encierran las
claves para superar el veintiuno. Ojalá no nos toque sufrir los mandatos de las
dinastías indefinidas. Hay necesidad de morir pronto.
Ahora, cuando a nadie desvela aparecer
esposado en la televisión, y lo que interesa es figurar para no disolverse en
el anonimato, a muchos les da por mostrarse como delincuentes. En plena sociedad
líquida, dirigentes de todo cuño sacan pecho mientras desfilan ante las cámaras
de paso para la Picota. Ellos descrestan con sus habilidades para defraudar y vergonzosamente
el pueblo los aplaude.
Para tranquilidad y sosiego de los que sí
saben, advierto que inspiración de esta columna fue fugaz ojeada a la obra
póstuma de Eco : “Crónicas para el futuro que nos espera”, principalmente titulada
“De la estupidez a la locura”, recientemente publicada en Lumen, Penguin Random
House Grupo Editorial.
Miguel
Antonio Velasco Cuevas
Popayán,
21.01.17