En
días de contrición y enmienda, tiempo
propicio para airear y sacudir los anaqueles de la conciencia individual y colectiva, alentamos a Popayán y al Cauca a repasar la lista de perversas conductas que caracterizan el presente y el pasado, con
el propósito de evitar torcidos rumbos que nos sepultan en el caos.
Innegable
que todos tenemos velas en este entierro. Por nuestra irresponsabilidad a la
hora de sufragar somos causantes de indelicadezas
ejercidas contra las arcas oficiales, y la consecuente apropiación de dineros
públicos que pasan a bolsillos particulares.
El
Cauca y su ciudad capital agonizan bajo el cáncer de la desfachatez. Las competencias y atribuciones disciplinarias
y de naturaleza punitiva no funcionan aunque las denuncias se presenten
oportunamente, todo porque las conveniencias burocráticas asfixian los derechos
comunitarios.
Las
contralorías, antiguos entes de control que garantizaban la pulcra ejecución del
presupuesto departamental y municipal, también del nacional, eluden o ignoran
su función de vigilancia y a nadie impiden despilfarrar el patrimonio y los
ahorros colectivos.
La Procuraduría, la Defensoría del Pueblo y la
Fiscalía General de la Nación, en buena medida secundan la desidia, el
desinterés, la cobardía o la silenciosa complicidad de los controladores frente
al continuado saqueo que protagonizan los ordenadores del gasto.
La
inacción, la mora, la dilación, la preclusión y la prescripción son los caminos
que conducen a la impunidad, mal entendidas por la ciudadanía como señales
inequívocas de absolución y de perdón.
Horrorizan
las llagas que carcomen nuestra piel territorial, a la vista pública están
expuestas las profundas heridas propinadas por el terrorismo en los puentes
vehiculares de Piendamó y Ovejas, sin
que las comunidades protesten frente al abandono del alto gobierno o de su
centralizada tecnocracia.
El
ímpetu de las bandas criminales estalla su dinamita contra los débiles y
desposeídos, y derrama sangre de soldados y policías, de niños campesinos y de
humildes labriegos, en el estéril propósito de doblegar las convicciones
cívicas y torpedear los resentidos engranajes del orden constitucional.
Los
conductores citadinos, ajenos a cualquier sentimiento humanitario, empuñan los timones de sus artefactos contaminantes
como si fueran instrumentos de combate, y agreden a los caminantes de carne y hueso, que
difícilmente logran eludir el impacto de pesadas máquinas con las que ahora se asaltan
los andenes, corredores y franjas asignadas al desplazamiento peatonal.
Las
zonas de dominio público permanecen invadidas
por malabaristas y vendedores de salpicón. Y distinguidos propietarios de
costosos inmuebles se roban los andenes y las calles, tal como vistosamente acontece
con las denominadas vías lentas de Popayán, que, entre la piedra del sur y la
del norte, han sido cercadas con alambres de púas, cercenadas por muros,
interrumpidas con gradas, convertidas en
parqueaderos, transformadas en antejardines y paulatinamente mutadas en locales
comerciales de pésimo gusto y peor destinación.
Curadores,
jefes de planeación, inspectores de
obras y burócratas anejos, debieran impedir
el deterioro urbanístico y desautorizar
la construcción de aparatosas pajareras como la que hoy están montando en lote vecino
al hotel San Martín por la glorieta de Catay.
Miguel
Antonio Velasco Cuevas
Popayán,
semana santa de 2013