Los colombianos estaríamos menos intranquilos
y quizá esperanzados si los trámites de esta borrosa finalización del conflicto
se adelantaran de tal manera que, con
sucesivos acuerdos de vigencia inmediata,
se estructuraran espacios de convivencia verificada y estable, es decir si se impulsara
sostenida política bilateral de paz.
Es palpable que a los terroristas se les brindó
en bandeja una vitrina publicitaria aprovechada con indolente malicia. Niegan
ellos su condición de victimarios, no quieren reconocer el orden institucional
existente, no ofrecen satisfactoria reparación para sus víctimas, reclaman más
territorios de los que ya controlan, y supeditan una tentativa reinserción
social a inciertos resultados de cuantiosas inversiones estatales que ellos vigilarán
con las armas en la mano y gratuitas curules en el Congreso.
Elemento indispensable para rodear de confianza
cualquier negociación entre la sociedad
colombiana constitucionalmente organizada, respetuosa de la ley y de las
libertades, y un grupo marginal que abandonó el norte de las reivindicaciones populares
para encadenarse en actividades criminales, es exigirle desarme absoluto, no un
pasajero silenciamiento de fusiles.
Imposible ignorar que la dinámica de las
organizaciones rebeldes escaló violentamente desde ocasionales vacunas
individuales a extorsiones sistemáticas del comercio organizado; desde esporádicas
perturbaciones del tráfico vehicular a
insensato minado de importantes carreteras nacionales; desde ilegítimos impuestos
sobre gramaje de alucinógenos producidos en laboratorios selváticos al control
de cultivos, procesamiento y mercadeo directo de substancias estupefacientes; desde la
conminación y la amenaza personal al secuestro colectivo; y desde el bulloso petardo publicitario al
atroz y masivo atentado dinamitero.
Si en la prolongada charla habanera se hubiera
concretado el cese unilateral de actos terroristas, pocos reparos habría para
que los cabecillas guerrilleros deambularan a gusto con sus ordenes de captura y sus
investigaciones en suspenso.
Pero desalienta y asquea que criminales
perseguidos por la justicia internacional, autores indiscutibles de crímenes
contra la humanidad, vayan y vengan, en perniciosa ronda de relevos, para atender
allá las maquilladas formalidades de diálogos vaporosos, mientras acá ejecutan
brutales acciones armadas contra todos
los estamentos sociales.
En Colombia, hoy como ayer, los compinches de
los cabecillas que rotan en Cuba siguen asesinando policías y soldados, igual
minan patios de escuelas rurales o fusilan al camionero que desatiende una
orden de pare, lo mismo que antes
persisten los secuestros, los daños a la infraestructura nacional y la quema de
vehículos. Aumentan entre tanto las plantaciones ilícitas y nuevos
reclutamientos forzados asedian a la juventud campesina.
En tales condiciones no suena extraño que mañana
hagan añicos los proyectados acuerdos que a nada los comprometen, para regresar
fortalecidos a sus campamentos de minería ilegal, a ocuparse definitivamente del
mercado negro de las riquezas nacionales,
actividad que ya adelantan en precisos territorios donde abundan uranio,
coltán, tungsteno y oro.
Una verdadera negociación de paz no admite
escalas para efectivizar la entrega de armas. Engañan al país quienes califican
parciales preacuerdos como significativos progresos hacia la paz, cuando realmente
vivimos es el desfallecimiento del Estado y un paulatino sometimiento a las
condiciones impuestas por la delincuencia.
De la controlable amenaza terrorista nos
quieren trastear al incontenible imperio del terror.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, 25.10.14